Pocos libros me han hecho reír tanto y con tanta delicia como El misterio de la cripta embrujada del escritor catalán Eduardo Mendoza. Sólo Jorge Ibargüengoitia me parece superior en el campo de la narrativa humorística en lengua hispana. Es esta la segunda (o quizá tercera) ocasión en que lo leo y me he divertido mucho de nueva cuenta.
Autor de varias novelas importantes, entre ellas La ciudad de los prodigios y La verdad sobre el caso Savolta (ninguna de ellas de humor) y del divertimento El laberinto de las aceitunas (continuación, de hecho, de El misterio de la cripta embrujada), Mendoza posee un estilo único y sin igual (muy distinto al del autor de Dos crímenes, ciertamente). Con un barroquismo ingeniosísimo, el escritor narra las aventuras de un ¿detective? sin nombre que vive en un manicomio de Barcelona y es sacado del mismo por la policía, a fin de que investigue el caso de una niña desaparecida de un internado para señoritas. Narrado en primera persona por el propio ¿investigador?, un tipo guarrísimo y al mismo tiempo simpatiquísimo, experto en cometer toda clase de fechorías, el libro nos lleva por los bajos fondos de la capital catalana en un vieja alucinante de una o dos noches. Las peripecias son delirantes, como lo son varios de los personajes secundarios -desde el doctor Sugrañes y el comisario Flores (par de tipos corruptos pero que representan a la ciencia psiquiátrica y a la ley, respectivamente)- hasta Cándida, la esperpéntica hermana prostituta del protagonista, y la muy inteligente y buenísima (en el sentido más carnal de la expresión) Mercedes.
Pero lo mejor de la novela es el lenguaje mismo, esa riqueza de palabras que remite a Quevedo y a Cervantes, pero trasladados a finales de los años setenta del siglo pasado (el libro es de 1979). Una maravilla. Una joya tan brillante como tristemente escondida de la mejor literatura picaresca de todos los tiempos.
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