Hoy es el último sábado antes de que el inefable Donald Trump se convierta en nuevo presidente de los Estados Unidos de América. La mayor parte del mundo, con excepción de quienes votaron por él y del gobierno ruso, espera lo peor para los días, los meses, los años venideros. No parece haber razón para un mínimo optimismo ante la arrogancia, la prepotencia y la burda estupidez rampante de quien todavía parece increíble que pueda estar a la cabeza de la mayor potencia económica y militar del planeta. Es como un mal sueño del que todos querríamos despertar sin poder hacerlo. Como una serie televisiva de política ficción en la que malamente se entremezclaran elementos de House of Cards, Breaking Bad, The Walking Dead, 24, Los Soprano y El aprendiz, con un toque del humor negro de Saturday Night Live. Sin embargo, estamos ante algo real, frente a un hecho consumado, y es así como debemos asumirlo.
¿Cómo serán los próximos cuatro años (bendito sea que allá no son sexenios)? ¿Permitirán los distintos poderes estadounidenses –los fácticos y los institucionales– que el hombre anaranjado maneje las cosas a su antojo o serán capaces de oponerle trabas a sus delirios? ¿Logrará llevar a cabo sus planes contra viento y marea o la fuerza de la realidad terminará por contenerlo? Pronto lo iremos sabiendo.
En cuanto a México, parece haber consenso en cuanto a que con él nos irá –para decirlo sin tapujos– de la chingada y que ni con Luis Videgaray en Relaciones Exteriores se podrá evitar que el ciclón nos arrase. ¿Será? Tal vez sí, tal vez no... o quizá no tanto como tememos.
No quiero pecar de ingenuidad, pero guardo una pequeña reserva de esperanza acerca de que la situación termine por resultar menos dañina para nuestro país. Una nación inestable y en ruinas al sur de la frontera es algo que no le conviene a los gringos y son precisamente los republicanos quienes mejor lo han entendido siempre. Así, puede que al final Trump no logré decirnos: You’re fired!
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario)
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