miércoles, 12 de abril de 2017

Cinéfilo adolescente

En mis pininos como cinéfilo, cuando tenía 14 o 15 años y me iba al cine solo, a veces desde el pueblo de Tlalpan hasta el "Regis" de Avenida Juárez que era nuestro cine de arte antes de que se inaugurara en 1974 la vieja Cineteca de Tlalpan y Churubusco (estoy hablando de 1969 o 1970; el "Regis" se caería en el terremoto del 85), alguien me dijo (¿quizá mi hermano Sergio o alguno de sus colegas cineastas superocheros?) que un buen amante del cine se queda siempre a leer los créditos que aparecen al final de la película. Lo tomé como un dogma y así lo hice durante largos años, a veces con el enfado de la persona o las personas que me acompañaban ("¡Ya vámonos!" / "No, espérate, quiero ver quiénes son los maquillistas, los stunts y, por supuesto, las canciones de la cinta y sus intérpretes"). Los que no se quedaban a leer los créditos (el 99 por ciento de los asistentes) me parecían unos ignorantes y los miraba con sonrisa despectiva. Era yo un mamonazo al respecto (bueno... y a otros respectos también). Ahorita que terminé de ver una peli en Netflix (La chica del dragón tatuado de David Fincher; muy buena, por cierto, aunque al final se resuelve demasiado fácil), al empezar los créditos, vi que durarían más de cinco minutos y me dio una flojera espantosa. Por supuesto, no me esperé a leerlos. ¡En lo que terminó aquel aferrado cinéfilo que fui: renegando de sus viejas creencias!

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