Hace 50 años, un oscuro cuarteto de Los Ángeles, encabezado por
un extraño sujeto llamado Jim Morrison, irrumpió en la escena del rock con este disco provocador, violento, sensual y sexual.
A mediados de los míticos años sesenta del siglo pasado, la costa oeste de los Estados Unidos era, en el imaginario colectivo, algo así como el paraíso terrenal, una zona llena de luz, color, psicodelia, libertad, amor, fraternidad y el rock más cálido y alivianado. Eso se pensaba sobre todo de la parte norte del estado de California, con la mítica ciudad de San Francisco como capital por antonomasia del sexo, las drogas y el rocanrol.
Sin embargo, algunos cientos de kilómetros hacia el sur, las cosas no resultaban tan idílicas. Los Ángeles era de algún modo la contraparte de Frisco y a la sombra de Hollywood reinaba cierto ambiente siniestro, relacionado más con la violencia pandilleril que con la paz jipiteca y más con las drogas duras que con el LSD o la motita. Todo esto se reflejaba en el rock que ahí se producía y no parece casualidad que justo en L.A. surgiera un grupo tan umbrío, provocador y anti hippie como The Doors.
Conformado por el tecladista Ray Manzarek, el guitarrista Robbie Krieger, el baterista John Densmore y el vocalista y poeta extraordinaire James Douglas Morrison, el cuarteto tenía una propuesta musical y escénica fuera de lo común y su álbum debut provocó un verdadero cataclismo.
Pocas agrupaciones en la historia del rock (quizá sólo The Jimi Hendrix Experience) han tenido un primer disco tan fuera de serie como The Doors, editado por Electra en 1967.
Si ese año el Sgt. Pepper Lonely’s Hearts Club Band de los Beatles era la cima del arte luminoso, The Doors fue la sima de la oscuridad y la desesperanza. Álbum sui generis, su música y sus letras no se parecen en absoluto a cosa alguna que se hubiera hecho hasta entonces y, salvo posibles imitaciones, siguen siendo únicas.
No era que el cuarteto angelino hubiese inventado el hilo negro; tan sólo supo fusionar en un estilo singularísimo el rock sicodélico con el blues, el jazz, la música de cabaret y la música clásica, todo ello aderezado con una poesía novedosa y peculiar. Hipnótico y seductor, provocativo y sensual, el estilo de los Doors debe mucho a las letras de Jim Morrison, pero también a la versatilidad de la guitarra de Krieger, al fantástico órgano (y al piano y al bajo tecleado) de Manzarek y a la batería elegantemente precisa de Densmore. Todo ello queda reflejado en The Doors de un modo que raya en la perfección.
No hay aquí un solo tema débil. Cada canción es una pequeña joya, desde la inicial “Break on Through (To the Other Side)”, con su introducción jazzera, su inconfundible riff de bajo y la voz morrisoniana cantando: “Sabes que el día destruye a la noche / La noche divide al día / Trata de correr / Trata de esconderte / Pásate de golpe al otro lado” o “Encontré una isla en tus brazos / Un país en tus ojos / Brazos que encadenan / Ojos que mienten / Pásate de golpe al otro lado”. Una canción de amor–odio que es como un manifiesto de lo que Morrison y compañía se traían entre manos, de lo que el grupo representaría en adelante.
“Light My Fire”, la pieza que volvió instantánea y mundialmente famosos a los Doors, es otra obra de arte. Escrita por Krieger, “Enciende mi fuego” (como se conoció en español) es un hito histórico. La introducción del órgano es ya parte del inconsciente colectivo y la sugerente voz de quien más adelante sería conocido como el Rey Lagarto alcanza niveles de erotismo casi explícito y hasta ese instante nunca visto, mientras los largos solos de Manzarek y Krieger constituyen una invitación al getting high de las jam sessions.
Por último, el corte concluyente, “The End”, es una larga prédica trágica de once minutos y medio, un desgarrado y tenso lamento edípico, un himno anticlimático y estremecedor que hiela la sangre por su crudeza y su violencia. Sin embargo, el resto del material es igualmente bueno y sin fisuras -sólo escúchense maravillas como “The Crystal Ship”, “Soul Kitchen” o “Take It As It Comes” (estas dos con sus respectivos mensajes: “aprende a olvidar” y “tómalo como viene”) o los covers de “Backdoor Man” de Willie Dixon y “Alabama Song (Whiskey Bar)” de Bertolt Brecht y Kurt Weill, una colección memorable de canciones que a medio siglo de distancia sigue sonando extraordinariamente actual.
(Publicado hoy en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)
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