jueves, 7 de febrero de 2019

… y cuando despertó, Café Tacuba seguía ahí

(Ilustración: Eduardo Salgado)
Cuando se habla de las raíces que dieron su insustancial sustancia a  esa entelequia que muchos llaman el rock mexicano, la discusión puede resultar tan amplia e interminable como delirante y bizantina. Que si el mismo viene de la época ingenua de los Teen Tops, los Locos del Ritmo, los Rebeldes del Rock y los Hermanos Carrión. Que si sus orígenes se remontan a la Tijuana que vio surgir a Javier Bátiz. Que si es tan sólo un mal producto de la primera generación de estadounidenses nacidos en México (Carlos Monsiváis dixit). Que si en realidad surgió como fruto derivado del rock español y argentino de los años ochenta. Que si su auténtica fuente de inspiración es la banda Timbiriche (lo que haría de Luis de Llano Macedo el único y verdadero padre del rockcito nacional). En fin.
  La cosa es que existen tantas vertientes dentro del rock que se hace en México que toda respuesta sobre su génesis puede ser equivocada o correcta. Porque, después de todo, ¿qué puede haber en común entre la música de El Tri y la de Porter? ¿Entre la propuesta de la banda Isis y la de Plastilina Mosh? ¿Entre los estilos de Charlie Montanna y Eli Guerra? ¿Entre las letras de Jaime López y las de Maná? Se dirá que eso habla de la gran diversidad que existe dentro del rock hecho en México. Tal vez. Pero también puede hablar de su gran falta de identidad.
  Entre que son peras o son manzanas, una de las agrupaciones que cuando menos ha tenido la decencia de decir que lo que hace no es rock, sino música mexicana contemporánea, es Café Tacuba. Si lo hace bien o lo hace mal es harina de otro costal, pero al menos su proyecto partió desde el principio de algo cercano a la honestidad artística.
  Cuando los llamados (de la manera más cursi) tacubos (aquí debo aclarar que siempre me he negado a cambiar la letra u de su nombre por la v labiodental, sorry) surgieron hace veinte años, muchos los vimos como una muy mala imitación de los entrañables Xochimilcas, sólo que sin su gracia y virtuosismo. Canciones como “Ingrata” no hicieron más que corroborar esa idea. En lo personal, la chillante voz de Rubén Albarrán (quién ha cambiado de nombre cada dos semanas para llamarse lo mismo Pinche Juan que Cosme, Anónimo, Rita Cantalagua o Ixcaya Mazatzin Tléyotl, entre varios otros apelativos un tanto cuanto mamoncillos) me resultaba tan desagradable como uñas que rechinan sobre un pizarrón. Sin embargo, desde aquellos días era notorio que su música no se parecía a lo que hacían congéneres contemporáneos suyos como Caifanes, Santa Sabina o La Maldita Vecindad.
  En 1994, tuve oportunidad de platicar con los integrantes de Café Tacuba para un libro de entrevistas que jamás vio la luz. Debo confesar que pensaba toparme con los clásicos seudo roqueritos que a cada pregunta responden con un monosílabo y que exudan su incultura, su ignorancia y su limitadísimo vocabulario. No fue así. Me encontré con cuatro tipos amables, discretos e inteligentes, con un discurso coherente y articulado, quienes se habían conocido no como músicos sino como diseñadores gráficos. No sé qué tanto haya cambiado su forma de ser en estos tres lustros, pero en aquel momento me dieron una buena impresión y pude entender lo que proponían desde un punto de vista creativo (aunque sus canciones no me gustaran). En especial, Albarrán fue el más explícito y claro en sus conceptos. Poco después, en 1996, los vi tocar en un concierto en el Teatro Metropólitan y tuve que aceptar su profesionalismo, su entrega en el escenario y la buena estructura de su espectáculo, muy entretenido y variado.
  Muchos años y varios discos del grupo han pasado desde entonces (si tuviera que mencionar a mi “favorito”, diría que Avalancha de éxitos me resulta el más aceptable de todos). Hoy, los miembros de Café Tacuba cumplen dos décadas de carrera (y lo festejan este 13 de junio en el Foro Sol del Distrito Federal) y su banda es una de las vacas sagradas de la música popular mexicana y si bien muchos los siguen considerando como roqueros (lo cual, como decía Arturo de Córdova, no tiene la menor importancia), lo cierto es que han ido más allá del estrecho mundo del rock que se hace en nuestro país, para establecerse como una entidad única, singular, y esa sola circunstancia es, por sí misma, una muy legítima distinción.

(Texto publicado en junio de 2009 en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

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