jueves, 11 de septiembre de 2008

París, día 3 (Una jornada perfecta)


Por la mañana, acudimos a un internet más o menos cercano al hotel. Antes hablé con la dueña del mismo, para ver qué tanta probabilidad había de prolongar nuestra estancia hasta el sábado 20 (más valía malo por conocido que bueno por conocer, concluimos la noche anterior Pau y yo). No hubo de piña. La propietaria del D’Anjou me dijo que no existía posibilidad alguna y que teníamos que dejarlo el sábado antes de las once. Deberíamos buscar otro. Al salir del internet, llovía bastante tupido. Nos mojamos un poco, pero se quitó rápido. Paulina había visto otro hotelito a media cuadra, en la misma calle Louis Rouquier, y fuimos a ver si había cupo. Buena fortuna: el Hotel du Globe no sólo tenía un cuarto doble libre, sino que cobraba veinte euros menos por día que el otro. Además, al menos por fuera y en el pequeño lobby, era mucho más bonito. Apartamos la habitación por siete días. Ya el sábado la veríamos. Desayunamos en un Class’ Croutte (cadena de restaurancitos de precios bastante accesibles y buena comida). Todo rico. Paulina ya estaba mejor de la pancita y pudo comer bien. Incluso dio con un panecito dulce de Bordeaux que había buscado con ahínco desde el día anterior, aunque la decepcionó un poco.

De ahí, partimos hacia el inigualable Museo de Orsay. Fueron cinco horas de puro placer estético. Yo había estado ahí hace cuatro años y me dejó marcado. Por eso quería que ella lo conociera lo antes posible. Quedó fascinada. Cómo no, si todo ahí es belleza pura, desde la arquitectura de la construcción (fue una estación de trenes a principios del siglo pasado) hasta la gran sala escultórica que la preside (la cual incluye obras de Rodin) y todos sus salones y recovecos, sobre todo los que presentan a la mejor colección de arte impresionista del mundo. Ahí están –entre muchos otros- Manet, Toulousse Lautrec, Corot, Degas, Monet, Gauguin, Cézanne, Seurat, Daumier, Rousseau y por supuesto Renoir y Van Gogh. Es un banquete visual y emocional extraordinario. Me conmovió la sensibilidad de mi preciosa acompañante y me encantó su fascinación ante tanta riqueza artística.

Regresamos al hotel como a las ocho y fuimos a cenar a un restaurante italiano cercano: “La Trattoria”. Esa cena resultó uno de los momentos mágicos del viaje. Todo se conjuntó allí para producir un sentimiento de felicidad tal que no pude menos que decirle a Paulina que me sentía en el cielo. El ambiente de barrio francés del lugar, la comida (ensalada y pizza para compartir), la bebida (vino rojo, cerveza deliciosa), el buen trato del dueño y los meseros, la amabilidad de los otros parroquianos y la charla con Pau (y su compañía) sobre la experiencia vivida en el Orsay. Todo era tan perfecto que decidimos volver a cenar ahí otra noche, antes de regresar a México. Salimos a las diez y optamos por lanzarnos en metro para ver la torre Eiffel iluminada. Por desgracia, me equivoqué de estación (nos bajamos en “La Tour Maubourg” en lugar de en “Bir-Hakeim” y debimos caminar muchísimo para llegar). Cuando al fin lo hicimos, eran las once y cuarto y justo en ese momento la apagaron. Chin. Lo tomamos con filosofía sin embargo. El día había sido tan idílico que no valía la pena echarlo a perder con alguna contrariedad. Permanecimos un rato al pie de la torre, nos topamos con tres venezolanas muy platicadoras y regresamos en taxi al hotel. Al día siguiente nos esperaba un destino turístico radicalmente distinto.

2 comentarios:

Elis D. dijo...

hasta aqui todo parece ir bien, dicen que la envidia no debe existir, que no hay envidia buena, pero en fin, algun dia, todos iremos a Paris.... y contaremos nuestras experiencias como bien lo hace uste... un gustazo seguir su itinerario, aunque sea algo muy personal, que chido que lo comparta con nosotros sus lectores!!!

saludos don H.

El Charro dijo...

C'est si bon,
De partir n'im porte ou,
Bras desus bras dessous,
En chantant des chansons,

Ce'st si bon,
De se dir' desmots doux,
Des petite rien du tout,
Mais qui en dissent long.