¿Qué hago yo en
La Mosca, un ruco al que le rugen las
bisagras, mal educado, mal encarado, a quien las mujeres le han cerrado las
piernas y que ya ni siquiera tiene la dicha de contagiarse de una gonorrea,
atributo cada vez más raro en virtud de las cada vez más exageradas medidas de
higiene en que han caído las culoncitas? ¿Qué hace, pues, semejante bodrio,
ejemplo de amargura ponzoñosa, escribiendo en una revista en la que prevalece
la buena vibra? Pues lo único que sabe hacer, que es buscar un lugar en el
corazón de nadie. Y justo en
La Mosca, ahí tenía que ser. Esto es lo que
celebro de la revista y que me empeño en echar a perder: su vibrante juventud,
el pulso ardiente y trémulo que va de página en página y que a sus diez años
parece reafirmarse y crecer como una montaña. Un oasis en medio de tanta
solemnidad y retórica, de tanta mentira e hipocresía, una ínsula verde y
frondosa en la que se codea el amor por la música con el desparpajo, la
libertad y la alegría. Un sitio equivocado, tan equivocado como para aceptar
mis textos.
Eusebio Ruvalcaba
*Publicado originalmente en La Mosca No. 82, febrero de 2004, número del décimo aniversario moscoso.
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