Parecería
una parodia, mas no lo era. La enchongada Queta interpretaba la melodía con
verdadero dramatismo. Era una canción muuuuy triste (si no la conoce, búsquela
en You Tube y disfrútela sin sadismo).
Cuando era
niño (al darse a conocer esta canción, yo tenía seis o siete años de edad), a
lo que hoy se conoce como dibujos animados lo llamábamos caricaturas. Así fue
durante muchos años más. En esa época, cuando la tele era aún en blanco y
negro, lo que podíamos ver, básicamente en el Canal 5, eran las caricaturas de
Súper Ratón y algunas otras antiquísimas, muchas de ellas producidas en los
años treinta, cuarenta y cincuenta y a las que se conocía como “Fantasías
animadas de ayer y de hoy”. Ya más a mediados de la década sesentera, la oferta
fue mucho más generosa y surgieron programas como Don Gato y su pandilla, Los
Picapiedra, Los Supersónicos, El Pájaro Loco, Tom y Jerry y las películas de
Walt Disney que pasaban en el programa semanal Disneylandia (desde La
Cenicienta y La Bella Durmiente hasta Fantasía y Alicia en el País de las
Maravillas, aparte de muchas caricaturas del histérico pato Pascual, el bobo
Tribilín y el sangrón del ratón Miguelito –hoy conocidos como Donald, Goofie y
Mickey Mouse).
Sin
embargo, nada como las caricaturas de la Warner Brothers que en Canal 5 pasaban
como El festival de Porky (“Láaaastima que terminó…”), El Show de Bugs Bunny y,
poco después, El Correcaminos. Eso sí que era romper con los esquemas de las
buenas costumbres y lo políticamente correcto de la época. Sus personajes
principales eran cínicos, tramposos, irreverentes, provocadores, mentirosos,
fraudulentos, engañadores, violentos, egoístas, delirantes, ojetes. Un
delicioso mal ejemplo. Todo aquello contra lo cual nos habían educado nuestros
padres y nuestras escuelas. Claro que no lo reflexionábamos de esa manera. De
hecho, nadie lo hacía; de otro modo, dichas caricaturas jamás habrían sido
autorizadas en esos años de absoluto conservadurismo oficial. Simplemente las
disfrutábamos y nos divertíamos como enanos. Personajes del talante del pato
Lucas, Elmer Gruñón, Sam Bigotes, el gallo Claudio, Quique Gavilán, Rufo el
coyote o –mi favorito de todos y sigo siendo su fan– el gato Silvestre hacían
las delicias de quienes en 1967 o 68 teníamos escasos doce o trece años de
edad. Renglón aparte merece el fabuloso doblaje mexicano de esas caricaturas.
Ya después
hubo más series animadas y otros personajes memorables (recuerdo en especial a
Canito y Canuto, dos perros –padre e hijo– entrañables), pero a la altura de las
Merry Melodies de la Warner únicamente, quizá, La Pantera Rosa, otra joya
alucinante de esa era.
En la
actualidad, he perdido el gusto por las caricaturas. Fui seguidor de Los
Simpson, pero sólo en sus primeras temporadas. Cosas como Bob Esponja, Los
padrinos mágicos o la animación japonesa me resultan francamente aburridas. Ni
siquiera South Park me entusiasma (su elaborada incorrección y su pretendida
irreverencia son para mi gusto demasiado obvias). Creo que respecto a los
dibujos animados de hoy sí puedo decir que… las caricaturas me hacen llorar.
(Publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin No. 98)
(Publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin No. 98)
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