lunes, 15 de septiembre de 2008
París, día 7 (El Grito)
Mañana en un mercado de pulgas que resultó un fraude. Paulina había insistido mucho en buscar uno para comprar una lámpara antigua, pero el tal mercado, situado al norte de la ciudad, por la Porte de Clignancourt, más que de pulgas resultó de cucarachas (mal chiste), porque tenía cero antigüedades y sí muchos artículos chinos bastante chafitas. Era como un tianguis de ropa y objetos para turistas, aunque no había turistas. Igual llegamos muy temprano, porque casi no había clientela. Al final, ella se compró una chamarra de cuero y alguna otra cosita y yo unas gorras de “I love Paris” para regalar y una maleta muy barata (apenas nueve euros). Regresamos a dejar las cosas al hotel y al caminar por Levallois-Perret, dimos con una tienda de antigüedades de verdad. Allí la Pau consiguió al fin su lámpara. Es de cobre y tiene –según el anticuario- al menos ochenta años de vieja. Le costó como sesenta euros, pero funciona y sólo le hace falta una limpiadita. Ya como a las cuatro de la tarde, nos encontramos con mi sobrina María Fernanda frente a la catedral de Notre Dame, a fin de que me pasara la invitación que me había hecho llegar la embajada de México en Francia para que asistiéramos a la ceremonia del Grito de Independencia. Me dio mucho gusto volver a ver a Marifer, la hija de mi prima del mismo nombre, quien se casó en Toluca semanas atrás y cuya boda narré en este mismo blog (ver entrada de agosto 16). Llevaba con ella a su bebita, Mathilde. La invitación me desconcertó, ya que se refería a una recepción que se llevaría a cabo en la embajada mexicana ¡a las seis y media de la tarde! Nos extrañó, porque se supone que el Grito se da a las once de la noche. María Fernanda se fue a su casa (quedamos en vernos una noche próxima para cenar juntos) y nosotros decidimos llamar a la embajada. Hablé con una señorita, quien me explicó que habría dos recepciones para invitados (a las seis y media y a las ocho y media respectivamente) y que la ceremonia del Grito sería a las once, “para toda la comunidad mexicana”, en un salón llamado Equinox (me sonó a antro para teiboleras), cerca del metro Balard (línea 8). Como estábamos lejos del hotel (teníamos que cambiarnos de ropa) y faltaban escasas dos horas para la ceremonia a la cual estábamos invitados, optamos por ir mejor a la fiesta mexicana de la noche.
Así pues, encaminamos nuestros pasos al Centro George Pompidou, el extraordinario museo de arte contemporáneo situado junto a la estación Rambuteau de la línea 11. Hace cuatro años, no pude vistarlo y ahora me di cuenta de lo que me había perdido. Es una cosa fuera de serie, en su arquitectura y en la obra que se exhibe. Pintura, escultura, diseño, arte conceptual, en fin. Ahí conviven Miró, Picasso, Dalí, Duchamp, Matisse, Modigliani, Leger, Braque y un largo, larguísimo etcétera de artistas fundamentales del siglo veinte. Una gran visita y con poca gente alrededor, por fortuna (nada que ver con el gentío en Versalles). En la librería, compramos libros y carteles y en la tienda, yo me compré una taza de dos asas de diseño muy vanguardista (je) y ella un teléfono muy bonito y muy caro (en el metro, de regreso al hotel, descubrió que el aparatejo era made in China y decidió que lo devolvería al día siguiente… porque era chino). Ya en el Du Globe, nos arreglamos (Pau se puso muy guapa, con un lindo y elegante vestido negro) y nos lanzamos en metro hacia el famoso salón Equinox. Al trasbordar en Opera, mi compañera de viaje se dio cuenta de que venían muchos mexicanos a bordo y me lo hizo notar. Así era: había un buen número de chavos y chavas, muchos con sus playeras de la selección nacional de futbol, y pronto empezaron a echar desmadre.
Al llegar a Balard (lejísimos del centro), nos unimos a un grupo de estudiantes para llegar al lugar de nuestro destino. Pudimos platicar con gente de Guadalajara y Durango y con una francesita divina que había vivido un año en México y quiere regresar pronto. La entrada al salón se cobraba y aunque nos hicieron descuento, tuvimos que pagar quince euros por cabeza. Arribamos casi a las once y alcanzamos el Grito. Lo dio el embajador Carlos de Icaza. El salón estaba llenísimo (¿mil, dos mil personas?) y los vivas resonaron atronadores. Se cantó el Himno Nacional y el “Cielito lindo”. Para mí fue muy emotivo, emocionante. Para Paulina no. Cenamos unos tacos (malísimos y carísimos), cerveza y un dudoso guacamole. No llevábamos mucho dinero y decidimos salir pronto para alcanzar el metro (lo cierran a la una de la mañana). Afuera, le ofrecí mi brazo a Pau (hacía frío) y eso generó (por increíble que parezca) una disputa. Me dejó en claro que sólo me tomaría del brazo cuando ella quisiera. En fin. Todavía se metió a una cabina telefónica para llamar a su novio (coup de grâce…) y regresamos a Levallois-Perret en medio de un incómodo silencio. Fue un lunes con mal final.
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3 comentarios:
todo iba bien hasta lo de ser cortes al darle el brazo y que se armara la rebambaramba...
que poca en verdad...
creo que no soy el unico que piensa que esa muchachona solo se aprovecha de la situacion...
pero en fin
saludos...bonita cronica independenciera...(asi se dice?)
aca en mexico estuvo mas chido...estallaron granadas!!
Ay, Hugo. Siempre te leo y casi nunca te comento, y las razones me las reservo. Pero la verdad no puedo dejar de leer tu crónica sobre tus vacaciones en París y no dejo de pensar que un elemento recurrente es el siguiente:
Hicimos esto y Pau se molestó.
Sucedió esto y tuve una rencilla con Pau.
Ocurrió aquello y hubo una discusión con Pau.
Mmmmm.
Tú ya sabes a qué me refiero.
¡Abrazos!
Pues no, Lilián. Te juro que no lo sé (saludos decireves).
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