martes, 10 de febrero de 2009

La mariposa del metro*


Eran las cinco de la tarde y el andén del metro en la estación Eugenia lucía bastante tranquilo.  Abordé el vagón sin contratiempos y encontré un sitio libre. Relajado, sin responsabilidades o pendientes por cumplir, ya que era uno de mis dos días libres de la semana, tomé asiento y me dispuse a disfrutar la lectura de El sol de Breda, mientras llegaba a la terminal Universidad, desde donde me trasladaría en taxi a una de las salas cinematográficas de Cultisur para ver La edad de la violencia de Wim Wenders. Concentrado en las aventuras de ese singular espadachín del siglo de Oro español que es el capitán Alatriste, no me percaté de que en la estación División del Norte subió cierta persona, quien se sentó en uno de los dos lugares situados en la parte delantera del carro.
  El convoy arrancó con suavidad y al dar vuelta a una página de mi libro, fue que la vi por primera vez. Era muy joven. Una muchacha de unos diecisiete años, de aspecto más bien discreto, aunque de inmediato me fijé en la finura de sus facciones. Llevaba puesta una pesada gabardina, el cabello recogido y el rostro limpio de cualquier trazo de maquillaje. En realidad semejaba una jovencita común y corriente, de las que se ven tantas en el metro. Retorné a la novela y me olvidé de la chica hasta llegar a Zapata. Ahí bajó mucha gente y el vagón quedó casi vacío. Cuando volví a mirar a aquella casi adolescente, descubrí que se estaba pintando la boca con un lapiz labial de rojo e intenso tono. Su piel blanca y pálida contrastaba dramáticamente con el fuerte matiz del cosmético. Terminó la sutil operación antes del arribo a Coyoacán y en seguida comenzó a ponerse rímel en las pestañas y un poco de sombra en los ojos. Yo estaba fascinado, presa de un trance hipnótico que me impelía a verla sin el menor recato. Ella pareció darse cuenta y una ligerísima sonrisa surgió en sus perfectos labios, recién iluminados de carmín. A medio camino entre Coyoacán y Viveros, finalizó aquella obra maestra del maquillaje y procedió a soltarse el pelo. Desprendió la dona de tela que lo mantenía sujeto y una brillante y dócil cabellera cayó sobre sus hombros y su cara, como una catarata de castaños hilos angelicales. Aquello era demasiado, algo en verdad extraordinario: la más maravillosa metamorfosis que me había sido dado admirar en la vida. Era una mariposa. La mariposa del metro. Al cerrarse las puertas en Viveros, permaneció inmóvil, como misteriosa y celestial estatua de alabastro (para emplear un término agustinlariano), y a poco de la llegada a Miguel Ángel de Quevedo, se puso de pie y se quitó la gabardina. ¡Por todos los santos y santas del paraíso! Una roja y ceñida blusa top dejó ver sus redondos hombros bronceados, al tiempo que a la mitad de su vientre refulgía un ombligo verticalmente alargado y espléndido en su abrumadora sensualidad. Los pantalones de mezclilla se untaban a sus piernas y a sus nalgas como al mango se unta la cáscara. Se acercó a la puerta con el majestuoso porte de una reina y sólo pensé en levantarme y hablarle sin dilación alguna. Fue imposible. Mis extremidades no respondieron y permanecí en mi lugar como un absoluto imbécil.   El carro se detuvo por completo. La ninfa lo abandonó como si flotara en el viento y la vi alejarse hasta perderse entre los pasajeros que como ella se dirigían a la callejera superficie. Cuando al fin logré reaccionar, salté de mi asiento con ridícula torpeza y quise alcanzar la salida antes de que las puertas automáticas cerraran sus fauces. Misión imposible. Choqué contra ellas y pegué mi rostro tumefacto contra los rayados cristales. Tardé algunos minutos en resignarme a mi suerte y fui entonces al asiento donde su bendito trasero se había posado. Nadie me miraba. Unos leían, otros dormitaban, los más se hallaban demasiado ensimismados en la turbulencia de sus pequeñas grandes tribulaciones personales.   Me puse de rodillas y bajé mi rostro hasta que mis narices tocaron la todavía cálida superficie de la butaca. Cerré los ojos e inspiré, tratando de encontrarme al menos con su perfume. Un dulce aroma penetró hasta mis pulmones y me sentí transportado al nirvana, justo en el momento en que una voz femenina irrumpía en mis oídos y me dejaba petrificado.
  -¿Quiere usted acompañarme?
  Al levantar la cara y abrir los párpados, me topé con la faz, dura y pétrea, de una mujer policía.

*Fragmento de mi novela inédita La suerte de los feos.

4 comentarios:

Kafei dijo...

Por un momento crei que estaba leyendo un guion de una pelicula xxx, hasta que ella se solto el pelo.
en fin.

judith dijo...

Hermoso......
Para cuándo estará lista la novela? O ya está a la venta?

Anónimo dijo...

Se me hace que así conociste a tu pollita.

Miriam Canales dijo...

Se lee bien, me has hablado de esa novela que debe ser como las películas perdidas de FW Murnau, jaja. Saludos.