“Sin ti no podré vivir jamás”, reza el célebre y musicalmente muy hermoso bolero escrito por Pepe Guízar. En esa creencia hemos sido educados, hombres y mujeres, todo este tiempo. “Sin ti no hay clemencia en mi dolor, la esperanza de mi amor te la llevas por fin”. ¿De veras? ¿Realmente no podemos vivir sin la presencia de la persona a quien decimos amar? ¿Y si esa persona no quiere estar más con nosotros? ¿Y si decide irse? ¿No podremos seguir viviendo? ¿Tendremos que cortarnos las venas, ahogarnos en una tina o beber cianuro? Por supuesto que no.
En esa infame idea de que nuestra felicidad debe depender del otro o la otra nos hemos hundido absurdamente, hasta el punto de hacer del amor –o más bien del enamoramiento– un concepto más identificado con el dolor que con el gozo, con la pena que con la dicha.
Hace poco, una amiga me contaba desconsolada que había roto con su novio. Ella había tomado la decisión, por la sencilla razón de que aquel hombre no le daba la atención suficiente y mantenía su noviazgo en una indefinición que para ella resultaba insoportable. “No se comprometía, era evasivo, parecía que yo le avergonzaba”. Sin embargo, al preguntarle si regresaría con él, su respuesta fue contundente: “¡Por supuesto que sí, yo lo amo! Pero tendría que cambiar su actitud”. Ajá.
Somos pésimos para dar vuelta a la hoja y alejarnos de quienes jamás nos darán lo que queremos. Pero, ¿qué es lo que queremos realmente? Lo que demandamos es atención, protección, seguridad, cariño sin medida y, sobre todo, la más total y absoluta exclusividad. Casi nada.
Entonces, vuelvo a la pregunta del principio: ¿en verdad no podemos vivir sin la otra persona? ¿Tan baja tenemos nuestra autoestima que hacemos depender el acceso a la felicidad no de nosotros mismos, sino de quien nos empeñamos en que debe ser nuestra o nuestro? Ahí veo un mal enfoque de las cosas y éste tiene que ver con la forma como –hombres y mujeres, mujeres y hombres- hemos sido educados y condicionados desde niños. La creencia de que el amor es exclusivista resulta por demás dañina y nos hace padecer tristezas innecesarias que casi siempre se curan con el tiempo y que vistas hacia atrás, al final acaban por resultarnos intrascendentes. ¿Cuántos de nuestros novios o novias de adolescencia, por quienes dábamos la vida y a los que sentíamos únicos, significaron algo importante poco después? En la mayoría de los casos, ninguno.
Nuestra vocación por el melodrama telenovelero nos ha convencido de que el amor es sinónimo de calvario y lo sufrimos en lugar de convertirlo en algo lúdico y en fuente de regocijo.
“Sin ti es inútil vivir, como inútil será el quererte olvidar”, afirma el último verso de la composición de Guízar? ¿En serio? ¡Al demonio! Claro que no será inútil vivir y claro que podré gozar y tener muchos amores y satisfacciones y besos y orgasmos con una, dos, tres, diez, cien personas más. Por todos los cielos, no permitamos ya que el amor sea un bolero falaz (dirían los Aterciopelados). Hagamos del mismo una sinfonía pastoral plena de color, de sabor, de alegría, de variedad y diversificación.
Gocemos el amor y dejemos de sufrirlo de una buena vez y para siempre.
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