Los Reyes Magos nunca representaron algo realmente importante para mí. Tal como se acostumbra en el norte y el occidente del país, fui adoctrinado (al igual que mis hermanos y mis primos, cuando menos del lado de los Michel) para creer que el día principal para despertar y ver los juguetes y regalos al pie de mi cama (y no en el árbol con esferas) era el de la mañana del 25 de diciembre y no la del 6 de enero y que quien me traía esas cosas no era el gordo Santa Clos (ese al que los cursis llaman Santa) sino el Niño Dios.
De hecho, en mi casa el Nacimiento era mucho más importante que el árbol y aunque Melchor, Gaspar y Baltazar también nos traían juguetes, eran menos y de menor calidad. Así pues, para mí el que valía era el Niño Dios y no los tres monarcas mágicos que venían del Oriente. Hasta la partida de rosca era menos vistosa que la cena de Nochebuena (de por sí la rosca siempre me ha parecido insulsa y odiaba que saliera el famoso muñequito en mi rebanaba). En fin, que al contrario de la gran mayoría de mis amigos de infancia del DF, a quienes les traían más los Santos Reyes, yo era del bando del Niño Jesús. Eso es lo que pasa por tener padres de origen sinaloense y jalisciense.
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