Hemos ingresado a la segunda mitad de la segunda década del siglo actual y el rock se ha convertido en un género sexagenario. A sus poco más de 60 años de edad (depende del año que elijamos para determinar su génesis: ¿1952?, ¿1954? ¿1955?), lo que nació en los años cincuenta de la pasada centuria como una fusión del rhythm ‘ blues y el country n’ western se ha convertido en una música que se recicla a sí misma ad infinitum y en la que la invención de un sonido nuevo se ha vuelto algo prácticamente imposible.
¿Significa esto un anquilosamiento? ¿Implica que no vale la pena escuchar lo que se sigue creando y produciendo? Por supuesto que no.
Aunque de los más viejos pioneros del rocanrol sólo sobrevivan unos cuantos (Chuck Berry y Little Richard continúan con vida, aun cuando ya a sus ochenta y tantos años hayan dejado de tocar) y de la generación siguiente –la que floreció durante los años sesenta y principios de los setenta– sean pocos los que siguen en la brega, todavía es posible escuchar nuevos y buenos discos de ellos (pienso en gente como Leonard Cohen, Tom Waits, Keith Richards o Paul Simon), pero ya sin aquella chispa casi genial que los caracterizaba (bueno, en el caso de Cohen no estaría tan seguro: su álbum Popular Problems, de 2014, es una joya llena de poesía y excelente música).
Pero no hablemos del pasado más remoto del rock, saltémonos los decenios siguientes –los complacientes ochenta, los retumbantes noventa, los aceptables primeros diez años del nuevo milenio– y situémonos en el momento actual: la segunda década del siglo XXI.
¿Cuál es el estado del rock en este 2016? ¿Se trata de un muerto viviente, asesinado hace muchos años por la propia industria que lo absorbió y en buena medida lo neutralizó en aras de la lógica comercial, o los jóvenes que hoy lo siguen recreando en todo el mundo están siendo capaces de hacerlo de un modo fresco y con un mínimo de originalidad (si es que esta palabra todavía se le puede aplicar al género)?
Yo no sería tan pesimista, aunque parto de la premisa –e insisto en ella– de que ya no se puede inventar el hilo negro en el rock. Si bien no hay a la vista un flamante equivalente de los grandes exponentes de los años sesenta, setenta o noventa y si bien las nuevas plataformas de expresión y de difusión (desde las asombrosas herramientas digitales para grabar, hasta los grandes alcances de las redes sociales –o redes sociodigitales, como las llama con tino Raúl Trejo Delarbre– y de sitios virtuales como YouTube, iTunes y otros) promueven maneras distintas de abordar a la música, el espíritu primigenio que dio origen al rock permanece vivo, así sea muy escondido y en un porcentaje reducido de grupos y solistas.
Pero en gente como The Avett Brothers, Swans, Wilco, Weezer, TV on the Radio, Alabama Shakes, Palehound, Savages, Son Little, Andrew Bird y muchos otros persisten el alma, el placer, la inquietud, la creatividad para seguir haciendo música que no se ajusta a los patrones de eso que llaman el mainstream.
En una palabra: no todo está perdido. Al menos no todavía.
(Texto publicado este mes en mi columna "Comunicación interrumpida" del periódico cultural La digna metáfora que dirige Víctor Roura)
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