miércoles, 26 de octubre de 2016

El jugador como héroe mítico (I)

Millones de seres humanos han tenido el mismo sueño. Antes de querer ser médicos, ingenieros, cantantes, actores o narcotraficantes, el ideal es ser futbolista profesional. ¿Por qué? ¿Qué tiene de fascinante pertenecer a un equipo, entrenar cinco días a la semana, enfundarse un colorido uniforme, jugar un partido cada sábado o domingo, escuchar a una multitud que lo vitorea o lo abuchea –eso depende– a uno? Pues exactamente todo ello. Lo fascinante de ser jugador de futbol es la enorme parafernalia que lo rodea, ese entorno que mucho tiene de sacro y guerrero; pero sobre todo, lo que lo hace más seductor es la práctica misma del juego.
  Esta fascinación se da también en otros deportes, claro está. En los Estados Unidos, por ejemplo, se produce lo mismo en el beisbol que en el basquetbol y el futbol americano, las tres actividades deportivas reinas en ese país. Desde pequeños, los norteamericanos son adoctrinados en ellas y empiezan a practicarlas en la escuela elemental para llevarlas al máximo –a nivel amateur– en las famosas ligas colegiales o universitarias. En su novela El lamento de Portnoy, el escritor norteamericano Philip Roth narra lo siguiente: “… recuerdo un domingo por la mañana, lanzándole a mi padre la pelota de beisbol y esperando luego en vano verla pasar volando a gran altura por encima de mi cabeza. Tengo ocho años y como regalo de cumpleaños, he recibido mi primer manopla, una pelota y un bat reglamentario para manejar debidamente el cual carezco aún de la fuerza necesaria”.
  Los estadounidenses aman al beisbol como ningún otro pueblo en el mundo –no en vano llaman a su final profesional, con mal disimulada arrogancia,  Serie Mundial– e igualmente aman al baloncesto y al futbol americano. Por eso los trasladan a la literatura y al cine, en narraciones que mucho tienen de épico, moralista y edificante. En cambio, desprecian en su mayoría al futbol soccer, lo consideran ajeno, exótico e incomprensible. Y aun cuando de algunos años a la fecha se practica cada vez más en las escuelas primarias, aun cuando son dueños ya de una buena liga profesional y su selección varonil ha avanzado a pasos agigantados y su selección femenil es una de las mejores del planeta, a pesar de eso sigue siendo un deporte minoritario al que se mira con desdén (hay un célebre capítulo de la serie televisiva de dibujos animados Los Simpson en la cual se presenta al soccer como la cosa más aburrida y sin sentido que pueda existir).

Héroes de humilde linaje
Pero retornemos al tema central: el jugador. Cuanta la tradición que los jugadores de balompié provienen en su gran mayoría de los barrios bajos de las ciudades. Esto es especialmente notorio en los países tercermundistas y en los de Hispanoamérica cobra tintes de leyenda. Naciones como Argentina y Brasil tienen como héroes populares a futbolistas surgidos de paupérrimas barriadas, donde estos personajes padecieron de niños toda clase de privaciones y a duras penas lograron ir a la escuela. Desnutridos, pobres, ignorantes, sobrevivientes de un medio hostil y violento, cruel y desesperanzador, estos chicos tuvieron en el futbol la única vía de escape para no caer, como otros de sus congéneres, en la delincuencia, la drogadicción o la muerte. Gracias a ese deporte, practicado en la calle, con los pies descalzos y a veces con latas vacías o trapos amarrados en lugar de pelotas, estos jovencitos consiguieron hacer realidad sus fantasías y llegar, tras gigantescos sacrificios, a ser profesionales, a formar parte del equipo de sus sueños y a jugar en los grandes estadios de sus países y del mundo entero.
  Edson Arantes Do Nascimento, Pelé, y Diego Armando Maradona son los dos ejemplos más conocidos de estos miserables muchachitos iberoamericanos transformados en superhéroes del futbol. Sus historias individuales son ampliamente conocidas, aunque sus destinos finales hayan sido tan distintos. Ambos surgieron de barrios marginales, ambos destacaron como jugadores desde muy jóvenes, ambos triunfaron en sus equipos, ambos llegaron a sus selecciones nacionales y jugaron (y ganaron) campeonatos mundiales y ambos triunfaron hasta obtener ganancias millonarias y convertirse en semidioses adorados en el orbe todo. La diferencia consistió en que mientras Pelé (“O Rey”) supo administrarse y convertirse en un exitoso hombre de negocios y experto en relaciones públicas, Maradona cayó en el vicio, se volvió adicto a las drogas, engordó y acabó refugiado en Cuba, cantando alabanzas a Fidel Castro. Día y noche. Cielo e infierno. Luz y oscuridad. Blanco y negro (aunque en este caso el blanco sea el negro y viceversa). Para la opinión pública establecida, Pelé es el tipo ejemplar a quien todos deberíamos seguir y Maradona su contraparte, el pibe malcriado y disipado que, víctima de sus contradicciones, lo echó todo por la borda (aunque en Argentina, a pesar de los pesares, lo siguen considerando un dios).
  Lo anterior no significa por supuesto que todos los jugadores brasileños sean como Pelé y todos los argentinos terminen como Maradona. De hecho, hay casos como el de Garrincha, el fenomenal extremo derecho del equipo Botafogo y de la selección de Brasil, quien fuera liquidado por el alcoholismo, en tanto que Jorge Valdano, estupendo delantero de la selección de Argentina y del Real Madrid de España, llegó a ser presidente de este, uno de los clubes más importante del mundo, además de buen escritor y dueño de un pensamiento claro y una cultura envidiable. Digamos que en medio de los arquetipos Pelé y Maradona, existe una infinita variedad de futbolistas cuyos rasgos resultaría muy engorroso y complicado clasificar y definir.

(Primera parte del primer capítulo de lo que hace unos diez años iba a ser un libro sobre futbol para una editorial cuyo nombre ya no recuerdo. Iré subiendo en partes lo escrito, para que al menos no se pierda, ya que el proyecto abortó muy pronto).

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