La élite de los ídolos
A lo largo de la historia, ha habido decenas, quizá cientos de miles de jugadores profesionales en los cinco continentes. De ellos, sin embargo, un porcentaje mayoritario ha quedado en el más completo olvido. Fueron futbolistas del montón, con cualidades suficientes para alcanzar un determinado estatus, pero sin la brillantez suficiente para ingresar a la élite de los grandes, los inolvidables, los fenómenos, los ídolos. Miles y miles de nombres, apellidos y apodos dejaron de ser recordados y se perdieron en el anónimato del cual salieron. No obstante, hubo unos cuantos que trascendieron a su época y forman parte del panteón mitológico del futbol mundial. Serán mil, tal vez quinientos o quizá menos de eso. Son los Cruyff, los Di Stefano, los Puskas, los Charlton, los Rivera, los Beckenbauer, los Fontaine, los Yashin, los Casarín. Y claro, los Pelé y los Maradona. Son esos nombres de leyenda que despiertan emociones y recuerdos casi oníricos. Son los individuos que llevaron al futbol a la altura del arte. Los Da Vinci y los Picasso, los Bach y los Mozart, los Shakespeare y los Cervantes de un deporte que parece tan simple y que es capaz de sublimar al máximo el espíritu humano.
La masa de los anónimos
Pero dejémonos de idealizaciones y vayamos al futbolista común, al jugador profesional promedio, quien en su momento también es capaz de despertar, aun cuando sea a pequeña escala, las mismas emociones que sus grandes antecesores. ¿Qué se necesita para ser un buen balompedista? En primer lugar, una habilidad innata. Quienes practicamos el futbol de niños o adolescentes sabemos que en los equipos llaneros había compañeros de muy distintas capacidades. Si se me permite ejemplificar con mi caso personal –y como no puedo aguardar a que se me permita, tendré que hacerlo–, citaré aquí al conjunto del cual formé parte y fui incluso capitán cuando jugué al fut a principios de los setenta. El equipo se llamaba Don Bosco y elegimos ese nombre por una razón tan sencilla como estúpida (si bien en esos momentos nos pareció inteligentísima): una de las canchas donde se desarrollaba el campeonato se llamaba “Deportivo Don Bosco” y de ese modo pretendíamos afectar a los rivales con el efecto psicológico (sic) de aparecer nosotros como locales y ellos como visitantes. Sobra decir que tal efecto jamás surtió el efecto buscado, pues durante los dos o tres años que duró el equipo, siempre estuvimos en los últimos lugares, si no es que en el último, de los torneos en que participamos. El uniforme del Don Bosco era idéntico al de la selección alemana, es decir, camiseta blanca con vivos negros, calzoncillos negros y medias blancas. Muy bonito en verdad. De hecho aún conservó mi camiseta con el número 11 de extremo izquierdo, posición de juego que si bien coincidía en el nombre con mi posición política de aquel entonces –a mediados de la misma década ingresaría al Partido Mexicano de los Trabajadores–, nada tenía que ver con la militancia y sí mucho con la presunta consecución de goles. No voy a hablar de mí como jugador, pues aunque tenía buen toque de balón, era pésimo para driblar y muy miedoso para cabecear aquellos balones duros como piedras con los cuales jugábamos. Sin embargo, era el capitán del Don Bosco. ¿Por mi fuerte personalidad? ¿Por mi capacidad de líder? ¿Por mis talentos futboleros? No. Tan sólo porque le caía bien al patrocinador de la escuadra, el arquitecto Max Olivares, y él lo decidió así. A decir verdad, tengo la sospecha de que no era muy buen capitán, ya que padecía el síndrome de Charlie Brown, el personaje de Peanuts, la tira cómica del genial Charles M. Shulz. No me refiero a su enamoramiento perenne por la niña pelirroja (yo también, ¡ay!, suelo enamorarme de mujeres imposibles), sino a que su equipo (en su caso de beisbol) siempre perdía y la única ocasión en que él no pudo jugar, por encontrarse enfermo, por fin ganó. Eso me sucedió exactamente, un día que caí víctima de una fuerte fiebre, y se siente muy feo.
Pero ya me desvié del tema y de lo que quería hablar era del futbolista llanero. En aquel Don Bosco había jugadores malísimos (la mayoría éramos malísimos), pero había dos o tres verdaderamente buenos, con un talento que pudo llevarlos a ser profesionales. Recuerdo muy especialmente a un compañero a quien apodábamos Teto, brillante mediocampista que lanzaba pases kilométricos con precisión milimétrica, ejecutaba tiros de castigo con mágica puntería y anotaba goles de todos colores y sabores. Pero no se cuidaba, bebía mucho –gran problema de los jugadores llaneros, cultivadores de la adoración a las caguamas (y usted, lector, sabe que no me refiero a las tortugas marinas)– y jamás se convirtió en el futbolista de primera división que hubiera podido ser. Dejé de verlo muchos años y luego supe que había muerto, atropellado por un microbús en la lateral del Periférico, mientras ayudaba a empujar un carro descompuesto.
¿Cuántos futbolistas llaneros hay en el mundo? Millones, de todas las edades, desde niños de cuatro años hasta adultos cincuentones que a duras penas logran correr diez metros sin sofocarse, mientras sus prominentes barrigas se bambolean con un burdo movimiento gelatinoso. Muchos de ellos se organizan en ligas de aficionados y otros juegan en parques o en las calles (¿quién no disfrutó alguna vez de unas “coladeritas” o de un “el que mete su gol, para”). Estoy cierto de que en la mente de cada uno de ellos (y de ellas también, ya que cada vez hay más mujeres que practican este deporte), en el fondo de su corazón, abriga o abrigó alguna vez la ilusión de convertirse en profesional y jugar en un estadio. Sin embargo, como es imposible que todos lleguen a cristalizar ese sueño, la mayoría lo sublima identificándose con alguna estrella del fut (o del pambol, como lo llaman algunos que lo desprecian).
(Segunda parte del primer capítulo de lo que hace unos diez años iba a
ser un libro sobre futbol para una editorial cuyo nombre ya no
recuerdo. Continuará).
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