viernes, 28 de octubre de 2016

El jugador como héroe mítico (y III)

Dime a qué jugador admiras y te diré quién eres

Hoy día, los niños y los jóvenes quieren ser como Ronaldo, como Zidane o como Beckham. Hace pocos años, en México todos querían ser como Hugo Sánchez. A muchos de mi generación nos tocó identificarnos con Enrique Borja.
  Enrique Borja, el “Cyrano”, nació en la colonia San Rafael del Distrito Federal en 1946. Pese a su físico desgarbado y en apariencia enclenque, pronto destacó como futbolista y llegó al equipo Universidad en 1964, tan sólo dos años después de que los Pumas ascendieran a la primera división del futbol mexicano. Su debut se dio un tanto inesperadamente, cuando su entrenador y descubridor, el argentino Renato Cesarini, lo llamó para alinear en un partido contra el Zacatepec, luego de que el delantero titular Alberto Etcheverri se lesionara. El joven de diecinueve años no anotó en ese juego, pero destacó tanto que de inmediato llamó la atención de propios y extraños. No tardó en convertirse en titular y figura goleadora de la escuadra del Pedregal, al lado de jugadores como Elías Muñoz, Aarón Padilla y José Luis González, entre otros. Durante las cinco temporadas que permaneció en el UNAM, se convirtió en el ídolo de todos los que seguíamos al equipo de la playera dorada con delgadas líneas azules (o azul con delgadas líneas doradas, se usaban ambas indistintamente). Verlo jugar era un espectáculo. Sus remates inverosímiles le permitían meter goles inauditos, irreales. Carecía de técnica individual y casi se diría que era torpe. A veces, cuando corría, su velocidad era tal que parecía que en cualquier momento sus piernas se enredarían y caería al suelo con estrépito. Nada de eso. Con gran frecuencia esa velocidad le permitía llegar al balón antes que los defensas rivales y golpear el esférico de manera letal con la frente, la nuca, la rodilla, el muslo, el pie o lo que fuera. Por eso logró un promedio de quince goles por campeonato y por eso fue llamado por Ignacio Trelles a la selección nacional que asistió al campeonato mundial de 1966 en Inglaterra.
  Recuerdo como si fuera ayer la transmisión televisiva, en glorioso blanco y negro, del partido entre México y Francia. A mis once años de edad pude ver aquel bizarrísimo gol de Borja, quien luego de recibir en el área chica un centro del “Gansito” Padilla, abanicó entre varios defensas galos para girar trescientos sesenta grados sobre su eje y volver a conectar la bola que se metió angustiosamente en la meta de los franceses. La maravillosa narración de Fernando Marcos hizo aún más emotivo y emocionante aquel momento inolvidable: “¡Borja, no falles! ¡No falles! ¡Gol de México! ¡Ahora es cuando, muchachos! ¡Adelante que hay calidad! ¡Adelante que hay gracia!”. Aunque cuando empató Francia, el propio don Fernando se lamentara con su dramático lenguaje cercano a la poesía: “¡Una falla, un error! ¡Ese maldito error que siempre nos acompaña y la fortuna que nos voltea la espalda!”.
  Con la selección mexicana, Enrique Borja anotó cincuenta y dos dianas (aunque intereses comerciales le impedirían ser el centro delantero titular en el Mundial de México en 1970). Hubo un gol en especial, de palomita, en un amistoso contra Italia, que fue una obra de arte.
  En 1969, el propio Borja y los aficionados pumas sufrimos un golpe artero cuando el América compró al centro delantero sin el consentimiento de éste. De nada le valió protestar (“No soy un costal de papas”, declaró públicamente). Los reglamentos de aquel entonces desprotegían al jugador y lo condenaban a un regimen de esclavitud peor que el actual y Borja fue obligado a dejar a los auriazules y enfundarse la casaca crema.
  Diez años permanecería el “Cyrano” con los de Coapa y hay que aceptar que ahí tuvo momentos de gloria. Fue campeón de liga con el equipo en dos ocasiones y consiguió tres campeonatos de goleo consecutivos (en 1970-71, 1971-72 y 1972-73). Con el “Monito” Rodríguez y Juan Manuel Borbolla como extremos surtidores de centros y sobre todo con el chileno Carlos Reynoso como magistral mediocampista, Borja formó parte de uno de los mejores cuadros de todos los tiempos en el futbol nacional. José Antonio Roca era el técnico americanista que logró instrumentar un estilo ofensivo y espectacular. Borja hizo entonces goles prodigiosos (recuerdo uno que le metió al Monterrey en el Estadio Azteca, sin ángulo de tiro, de volea, en el exacto nido de las arañas). Para su desgracia, después de un tiempo tuvo conflictos extrafutbolísticos con Reynoso (por unas revistas de historietas –“Condorito” y “Borjita”– que ambos sacaron a la venta) y con Roca y ambos, quienes conformaban una especia de mafia interna, le hicieron la vida imposible (prácticamente lo condenaron a la banca), hasta obligarlo a retirarse prematuramente del futbol.
  Su último partido se llevó a cabo el domingo 18 de septiembre de 1977. Fue un América–Universidad en el Azteca. Borja nunca había podido anotarle un gol al equipo que lo vio nacer y esa tarde le hizo dos, para una despedida apoteósica ante más de ciento diez mil espectadores. Debo confesar, con cierto sentimiento de culpa, que es la única vez que he disfrutado una derrota de los Pumas.

(Tercera parte del primer capítulo de lo que hace unos diez años iba a ser un libro mío sobre futbol para una editorial cuyo nombre ya no recuerdo).

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