Pocos pensadores serán echados tanto de menos como nuestro compañero de páginas Luis González de Alba. Ya se le extraña, de hecho, cuando aún no se cumple una semana de su muerte elegida. Ayer viernes debió aparecer su columna habitual, “La calle”, esa que tanto regocijaba a muchos, por su lucidez, su claridad y, en no pocas ocasiones, su afán provocativo, y que tanto irritaba a otros tantos, precisamente por lo mismo.
El caso es que Luis ya no está entre nosotros y sólo queda releerlo en sus libros y en sus cientos de artículos en medios como Milenio, Nexos y algunos más.
¿Cuál es el legado de González de Alba? Uno muy grande. El de una de las mentes más brillantes del México contemporáneo, un hombre que hizo del pensamiento crítico un arma a la vez inteligente y lúdica, libre y heterodoxa, transgresora y desacralizante.
Dice Héctor Aguilar Camín –otra pluma igualmente lúcida y necesaria– que el autor de Los días y los años tuvo una “vida salvajemente dedicada a ser libre”, mientras que Jesús Silva-Herzog Márquez lo llamó “un cruzado del sacrilegio” y Carlos Marín se refirió a “quien honró tanto a la izquierda racional”.
Porque si algo me queda claro, es que Luis fue hasta el día de su muerte un hombre de izquierda en el más estricto y cabal sentido de la palabra y que quienes desde “la izquierda” lo atacaron y denostaron tanto (hasta el punto de que en La Jornada ignoraron su fallecimiento de la manera más burda, evidente y grosera) son aquellos que han usurpado y desvirtuado el significado del concepto de gauche para convertirlo en un híbrido zafio, populista y tremendamente reaccionario.
Desde hace tiempo, Luis abogaba para que la próxima Medalla Belisario Domínguez le fuera otorgada al heroico Gonzalo Rivas Cámara. Quizás en un gesto de grandeza y justicia, los senadores podrían entregársela a este admirable mexicano... y, simbólicamente, a Luis González de Alba también.
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario)
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