Terminé al fin de ver la quinta temporada de la imponente serie House of Cards y me quedé con una sensación de nerviosa y tensa admiración ante esta obra de arte de la televisión, pero también frente a este curso de política real que nos muestra que la ambición, el odio, la envidia, la insidia, la inmoralidad, la trampa, la mentira, la hipocresía, la traición y la corrupción son parte fundamental de tan noble actividad humana y que lo son entre los políticos estadounidenses lo mismo que entre los mexicanos, los franceses, los españoles, los argentinos, los cubanos, los venezolanos, los japoneses, etcétera (y que así ha sucedido siempre a lo largo de la historia, desde que existe el poder y una minoría lo ejerce).
Por supuesto, se trata también de una lección de arte: de escritura (el guión como columna vertebral), de actuaciones, de fotografía, de composición. Kevin Spacey es un actor extraordinario y Robin Wright no se queda demasiado a la zaga. Pero todo el conjunto actoral es de primer orden (¿qué decir de Michael Kelly en el papel del atormentado pero implacable, a la vez que leal y siniestro, Doug Stamper?).
El último capítulo de la quinta temporada deja abierta la puerta a una sexta que ya se anuncia, aunque sin fecha todavía. La gran duda es cómo manejarán la inesperada llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, porque el final abierto con el que quedó la reciente temporada da a entender que los creadores de la emisión pensaban que Hillary Clinton sería la ganadora en noviembre pasado. Será interesante ver cómo lo resuelven.
Grandísima serie.
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