Si el cuarto álbum de Led Zeppelin no hubiera existido, Houses of the Holy habría sido considerado como un trabajo sobresaliente. Sin embargo, la sombra de su fastuoso antecesor lo afectó de tal modo que para muchos pasó casi inadvertido.
Ambos discos son muy parecidos desde un punto de vista estructural y hasta en el tipo de canciones que incluye. De hecho, en éste hay una mayor sofisticación en los arreglos y un múltiple y más elaborado uso de las guitarras. No obstante, la obra cojea en su falta de uniformidad, ya que al contrario del álbum sin nombre, estas Casas de lo Sagrado muestran cuando menos tres temas que de una u otra manera desentonan por su dudosa calidad artística. Hablo en específico de “D’Yer Mak’er” –un reggaecito bastante bobalicón y prescindible que en México se conoció como “El tintero” (¡!) y logró cierto éxito–, “Dancing Days” –tonada un tanto amanerada y vacua– y “The Crunge” –fallida incursión en el funk a la James Brown–, mismos que se encuentran muy por debajo de los niveles que el zepelín podía alcanzar.
En cambio, hay en Houses of the Holy composiciones que pueden considerarse entre lo mejor que el grupo hizo jamás, sobre todo la maravillosa “The Rain Song” (la “Stairway to Heaven” de este disco), pieza de una finura, una elegancia y una sensibilidad realmente exquisitas; la sensacional “The Ocean”, dura, irónica, propositiva; la estupenda “Over the Hills and Far Away”, una mezcla perfecta entre folk y rock duro; la misteriosa “No Quarter”, con sus atmósferas siniestras e inquietantes; y la introductoria “The Song Remains the Same”, explosiva y llena de vaivenes, exploratoria y variada. A pesar de las letras a menudo pretenciosas y poéticante fallidas de Robert Plant –su espléndida forma de cantar no corresponde con su debilidad literaria–, en lo musical es este un disco formidable.
(Reseña que escribí originalmente para el Especial No. 6 de La Mosca en la Pared, dedicado a Led Zeppelin y publicado en noviembre de 2003)
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