Yo he
estado de algún modo en ambos lados de la moneda. Cuando comencé con mi labor
como crítico musical, a principios de los años noventa del siglo pasado, con mi
columna “Bajo presupuesto” (sí, el mismo nombre de la que ahora hago en
Marvin), en la sección cultural del diario El Financiero, mis textos poco
complacientes con el rock que se hacía en México y mi manera de referirme a
buena parte del mismo con el sustantivo rockcito, hicieron que mucha gente, en
especial los músicos, me considerara como un tipo lleno de odio, rencor y
frustración. Poco (por no decir que nada) acostumbrados a la crítica directa y
habituados en cambio al elogio casi uniforme de la prensa roquera, los
integrantes de las bandas que dominaban el panorama por esos días (Caifanes, Maldita
Vecindad, Café Tacuba –sin v-, Fobia, etcétera) creyeron descubrir en mí a un
enemigo, a un adversario, a un odiador, a un hater.
Ninguno
llegó a los extremos del director de cine Arturo Ripstein, quien demandara al
crítico Jorge Ayala Blanco –mi compañero de páginas en la misma sección de El
Financiero– por daños y perjuicios, debido a una crítica que hizo a alguna de
sus películas. La absurda y ridícula acusación no prosperó, por supuesto, y
Ayala Blanco (para mí el mejor crítico cinematográfico que ha habido jamás en
este país y una excelente persona, por cierto) no tuvo mayores problemas, pero
es cierto que para muchos personeros de la industria del cine mexicano era y
sigue siendo un hater.
Esto me
lleva a plantear el hecho de que en muchas partes se confunde al crítico con
una persona amargada y perversa que goza con destruir las obras de los
creadores (como si la crítica en sí misma no fuese un acto de creación). Yo he
vivido con ese estigma sobre mi cabeza durante más de veinte años, primero en
el mencionado diario, más tarde en
la revista La Mosca en la Pared (en la que consolidé mi fama como enemigo mayor
del rock nacional) y actualmente en Milenio Diario, en el que escribo desde hace
poco más de doce años sobre temas políticos con mi columna “Cámara húngara”.
Hoy día, ya
con la plena consolidación de Twitter y facebook, prácticamente recibo a diario
el embate de los trolls (esos haters anónimos que pululan en las redes sociales
a las que pertenezco, en mis blogs y en los espacios para comentarios de los
lectores, al pie de mis textos, en el sitio de internet de Milenio), aunque
también lo recibo de otros odiadores, quienes cuando menos dan la cara.
En
especial, los trolls son los haters de mayor agresividad y quienes suelen proferir las más duras ofensas,
por el solo hecho de que uno no coincide con sus puntos de vista (llamarlos
ideas sería demasiado generoso). Por ellos, he sido llamado panista, priista,
televiso, vendido, chayotero, peñanietista, calderonista… y hasta pejista y
perredista (¿o sea…?). Claro, todos esos adjetivos acompañados por un caudal de
palabras soeces que no pienso reproducir en estas páginas. Se dice que algunos
trolls son contratados por los diferentes partidos políticos, para insultar a
columnistas y líderes de opinión que no son de su agrado. Tal vez. Pero aunque
sean espontáneos, no deja de ser lamentable el bajísimo nivel de discusión y la
nula capacidad de argumentación que ofrecen.
Se han
adueñado de las redes sociales, en especial de Twitter, y desde ahí arrojan sus
inmundicias. Son los haters, quienes no se irán en mucho tiempo y continuarán
en sus escondrijos como un mal no sé si necesario pero sí sé que inevitable.
Preferible eso, sin embargo, a que los gobiernos intenten regular y reglamentar
a la red. Son gajes de la democracia cibernética. Ni modo.
*Publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin.
*Publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin.
1 comentario:
He visto como en dos o mas veces que te empeñas en afirmar que el nombre de Café Tacvba se escribe con "u", pero al final de cuentas cada quien nombra a su banda como se le antoje ¿no? tendrías que corregir también The Beatles por The Beetles siempre ¿no?
Saludos
Jose Castañeda
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