martes, 17 de julio de 2012

Hater que te quiero hater

Ovidio y Erich Fromm lo lamentarían. El arte de amar ha ido quedando en desuso y lo de hoy es el arte de odiar. Dime cuántos haters tienes y te diré quién eres. Esa parece ser la consigna en estos los tiempos de la cólera y las redes sociales. Es el momento de los odiadores, quienes se deslizan vertiginosos por los toboganes de la insidia y el insulto, del improperio y la injuria, del anonimato y la impunidad.
  Yo he estado de algún modo en ambos lados de la moneda. Cuando comencé con mi labor como crítico musical, a principios de los años noventa del siglo pasado, con mi columna “Bajo presupuesto” (sí, el mismo nombre de la que ahora hago en Marvin), en la sección cultural del diario El Financiero, mis textos poco complacientes con el rock que se hacía en México y mi manera de referirme a buena parte del mismo con el sustantivo rockcito, hicieron que mucha gente, en especial los músicos, me considerara como un tipo lleno de odio, rencor y frustración. Poco (por no decir que nada) acostumbrados a la crítica directa y habituados en cambio al elogio casi uniforme de la prensa roquera, los integrantes de las bandas que dominaban el panorama por esos días (Caifanes, Maldita Vecindad, Café Tacuba –sin v-, Fobia, etcétera) creyeron descubrir en mí a un enemigo, a un adversario, a un odiador, a un hater.
  Ninguno llegó a los extremos del director de cine Arturo Ripstein, quien demandara al crítico Jorge Ayala Blanco –mi compañero de páginas en la misma sección de El Financiero– por daños y perjuicios, debido a una crítica que hizo a alguna de sus películas. La absurda y ridícula acusación no prosperó, por supuesto, y Ayala Blanco (para mí el mejor crítico cinematográfico que ha habido jamás en este país y una excelente persona, por cierto) no tuvo mayores problemas, pero es cierto que para muchos personeros de la industria del cine mexicano era y sigue siendo un hater.
  Esto me lleva a plantear el hecho de que en muchas partes se confunde al crítico con una persona amargada y perversa que goza con destruir las obras de los creadores (como si la crítica en sí misma no fuese un acto de creación). Yo he vivido con ese estigma sobre mi cabeza durante más de veinte años, primero en el mencionado diario, más tarde en la revista La Mosca en la Pared (en la que consolidé mi fama como enemigo mayor del rock nacional) y actualmente en Milenio Diario, en el que escribo desde hace poco más de doce años sobre temas políticos con mi columna “Cámara húngara”.
  Hoy día, ya con la plena consolidación de Twitter y facebook, prácticamente recibo a diario el embate de los trolls (esos haters anónimos que pululan en las redes sociales a las que pertenezco, en mis blogs y en los espacios para comentarios de los lectores, al pie de mis textos, en el sitio de internet de Milenio), aunque también lo recibo de otros odiadores, quienes cuando menos dan la cara.
  En especial, los trolls son los haters de mayor  agresividad y quienes suelen proferir las más duras ofensas, por el solo hecho de que uno no coincide con sus puntos de vista (llamarlos ideas sería demasiado generoso). Por ellos, he sido llamado panista, priista, televiso, vendido, chayotero, peñanietista, calderonista… y hasta pejista y perredista (¿o sea…?). Claro, todos esos adjetivos acompañados por un caudal de palabras soeces que no pienso reproducir en estas páginas. Se dice que algunos trolls son contratados por los diferentes partidos políticos, para insultar a columnistas y líderes de opinión que no son de su agrado. Tal vez. Pero aunque sean espontáneos, no deja de ser lamentable el bajísimo nivel de discusión y la nula capacidad de argumentación que ofrecen.
  Se han adueñado de las redes sociales, en especial de Twitter, y desde ahí arrojan sus inmundicias. Son los haters, quienes no se irán en mucho tiempo y continuarán en sus escondrijos como un mal no sé si necesario pero sí sé que inevitable. Preferible eso, sin embargo, a que los gobiernos intenten regular y reglamentar a la red. Son gajes de la democracia cibernética. Ni modo.

*Publicado este mes en mi columna "Bajo presupuesto" de la revista Marvin.

1 comentario:

Luis Zizou dijo...

He visto como en dos o mas veces que te empeñas en afirmar que el nombre de Café Tacvba se escribe con "u", pero al final de cuentas cada quien nombra a su banda como se le antoje ¿no? tendrías que corregir también The Beatles por The Beetles siempre ¿no?

Saludos

Jose Castañeda