En abril de 2004, mientras efectuaba mi primer viaje a Europa, escribí lo siguiente desde un café internet parisino, dentro de mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario: "En Amsterdam hay mujeres preciosas, pero las holandecitas parecen cortadas con la misma tijera (rubias, facciones finísimas, cuerpos esbeltos -ventajas de andar tanto en bici-, ojos increíblemente azulverdes). En cambio, apenas regreso a París, me subo al metro y en el andén exterior de la Gare du Nord, en la línea que va a Anvers, me topo con la mujer más bella del mundo. Es joven (no más de veinte años), de cabello oscuro y con el rostro más hermoso que he visto no sólo en las últimas dos semanas sino en mi vida toda. Viaja de pie, a mi lado, escasas dos estaciones (¿por qué me tengo que bajar?) y no puedo evitar mirarla con torpe disimulo. Es un atentado contra la estabilidad de un mexicano en París, porque los estupidos parisinos ni siquiera la miran. Pobres".
Hace ya ocho años es esto. Lástima que no le tomé al menos una foto.
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