No era una mañana tranquila para el cura de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla. Acababa de llegar a San Miguel el Grande, Guanajuato, seguido por una turbamulta que en esos momentos superaba ya al millar de hombres, todos ellos desarrapados, harapientos, flacos y desnutridos, aunque ciertamente entusiastas y alegres. Eran en su mayoría habitantes paupérrimos del pueblo de Dolores, donde la madrugada del 16 de septiembre, es decir poco más de veinticuatro horas antes, el sacerdote responsable del curato había arengado a una relativa multitud no mayor a quinientas personas de muy humilde condición, para levantarse en armas contra el gobierno virreinal y para luchar por la independencia de la Nueva España, ya que la madre patria se encontraba en esos momentos sometida por el dominio francés, encarnado en el sátrapa José Bonaparte, hermano de Napoleón y mejor conocido como "Pepe Botellas".
En la soledad de un cuarto austero, sentado a la orilla de un camastro duro y maloliente, Hidalgo tenía la vista fija en la pared de adobe. Estaba en una casa que le había dado hospedaje, luego del largo y agobiante recorrido realizado el día anterior, al frente de lo que pretendía ser un ejercito y era apenas un conjunto desigual y hasta ridículo de campesinos sin preparación militar o armamento alguno. Para eso se habían trasladado a San Miguel, para que el capitán Ignacio Allende convenciera a sus hombres del regimiento de dragones del ejército realista de integrarse a la causa libertaria.
A don Miguel le dolía la cabeza. Se sentía débil y con náuseas. Sin embargo, lo que más le pesaba no era su malestar físico, sino el peso de la responsabilidad que se había echado encima.
-¡Demonios! - exclamó para sus adentros, olvidado de que era un religioso. -¿Qué he hecho, por mi madre? Las cosas suceden demasiado rápido. Todo se ha precipitado y no estoy seguro de haber decidido lo correcto. El levantamiento estaba pactado para el primero de octubre. ¡Carajo! ¡Todo por culpa de esos malditos delatores que nos obligaron a adelantarnos! ¿Y ahora cómo hago para organizar a mi grey? Ninguno tiene idea de lo que es usar un arma. Apenas saben utilizar el asadón y tal vez el machete. ¿Cómo les vamos a enseñar a disparar un mosquete? Es más: ¿de dónde vamos a sacar los mosquetes?
El cura de Dolores recordó los acontecimientos de la víspera y aun con sus tribulaciones, sintió una emoción muy profunda.
-Estuvo bonito a pesar de todo -siguió pensando. -Hacía un condenado frío en la madrugada, pero cómo acudió la gente cuando hicimos sonar la campana de la iglesia y qué bien respondieron todos ante mi discurso. ¡Y qué discurso! Porque lo que sea de cada quién, me puse muy inspirado. Ni en mis mejores sermones dominicales había yo hablado con tanta claridad y hermosura. Hasta hice llorar a más de uno, incluída doña Josefa. "¡Viva la religión católica! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la Patria y viva y reine por siempre en este continente americano nuestra sagrada patrona, la Santísima Virgen de Guadalupe! ¡Muera el gobierno!". Ronco me quedé con tantísimo grito, caray. Pero estaba tan eufórico que la respuesta de la gente me emocionó y no pensé en lo que estaba poniendo a andar. ¡La revolución! ¡La guerra! Y ya no puedo echarme para atrás, mucho menos después de que ayer en Atotonilco tuve la ocurrencia de sacar la imagen de la virgen de Guadalupe del santuario y presentarla como nuestro estandarte. Ahí sí que esto creció una barbaridad. No hay vuelta de hoja. ¡Demontres! Tal vez debí haberle hecho caso a Juanito Aldama y esperarme otro poco. Pero me agarró caliente y con lo impulsivo que soy, me negué a detener las cosas. "Lo he pensado bien", le dije, cuando todo fue fruto de mis impulsos. "Veo que estamos perdidos y que no queda más recurso que ir a coger gachupines". Eso de "los gachupines" es infalible y jala mucho a la plebe que odia todo lo que huela a español. Y eso es lo que ahora me espanta. Ya supe que algunos de mis seguidores han estado robando y matando a los españoles de Dolores, Atotonilco y ahora de San Miguel. ¿Hasta dónde van a llegar su odio y sus saqueos? ¿Cómo podré frenarlos si yo mismo los eché a andar?
Hidalgo se puso de pie y se acercó a una ventana. Al asomar, vio que cada vez había más gente en la placita que estaba frente a la casa. Todos estaban allí para seguirlo hasta donde él dispusiera, a dar la vida incluso por la causa. Hubiera querido salir por la puerta trasera, sin que persona alguna lo viera y huir, desaparecer para siempre de aquellos lares para regresar a la tranquilidad del curato y sus árboles y sus fuentes y sus plantíos de mora y sus cultivos de gusanos de seda. Pero era demasiado tarde. No había más que salir por la entrada principal y mirar a la cara a sus fanatizados partidarios cuando éstos lo ovacionaran. El sacerdote de cincuenta y siete años respiró hondo, se encomendó a Dios y a todos los santos y al abrir la puerta que daba a la calle, supo que su destino estaba sellado.
(Texto que escribí hace once o doce años y fue publicado en la revista Milenio Semanal en 2001 o 2002).
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