La horrenda moda de los no menos horrendos años ochenta. |
No sé de dónde provenga mi calidad de contreras, pero desde la adolescencia, cuando fui adquiriendo eso que se llama conciencia social (whatever it means), comencé a cuestionarlo todo y a negarme a seguir la corriente. Mientras mis amigos trataban de ataviarse según los cánones “del último grito de la moda” y escuchaban la música que les dictaba la programación normal de las estaciones radiofónicas de Amplitud Modulada (aunque no lo crean, existió un tiempo en que no había FM), yo me vestía como se me venía en gana (aunque debo admitir que alguna vez caí en la tentación de los horrendos pantalones Topeka y cuando mis padres celebraron sus bodas de plata, en 1969, acudí vestido -¡a mis catorce años!- de traje con cuello Mao) y escuchaba programas de corte supuestamente underground (aunque pasaban en las mismas estaciones, como Proyección 590, en La Pantera, o la sempiterna Vibraciones, en Radio Capital).
A principios de los setenta me sentía hippie y llevaba el cabello largo, por debajo de los hombros. Según yo, era mi manera de ir contra la moda de los fresas cuadrados (casi todos mis amigos de ese entonces), sin darme cuenta (aun cuando estuve en el festival de Avándaro, en 1971, en donde todos se vestían igual que yo) de que también estaba siguiendo una moda.
Fue a mediados de esa década, tiempo en que abracé abiertamente la causa socialista y antiimperialista, que creí romper en definitiva con las modas en el vestir, cosa muy relativa, porque adopté para siempre el uso de las chamarras y los pantalones de mezclilla, según yo para parecer proletario y “acercarme al pueblo” (hoy los uso porque son comodísimos), si bien llegué a caer en la tentación de comprarme aquellos sacos de pana con parches en los codos que te daban un toque de “intelectualidad” (y si a eso le añadimos que por mi naciente miopía empecé a usar unos grandes anteojos de pasta, casi-casi me convertí en un precursor de los actuales hipsters).
Los ochenta fueron otra cosa: la irrupción de la moda más escalofriante que ha conocido el género humano a lo largo de su historia milenaria. ¡Qué cosa más espantosa! Ni siquiera sé cómo describir aquel desfile de esperpentos de colores chillones con que se vestía la gente, aquellos peinados inenarrables de hombres y mujeres que parecían aproximarse a una androginia compartida. Eso para no hablar de la música y en especial del rock que nunca fue tan artificioso e inorgánico. Fue mi época más antimoda (y eso que transcurrió entre mis veintiséis y mis treinta y cinco años).
En los noventa, con la llegada del grunge, se impuso el Seattle style, con aquellas camisas de franela de grandes cuadros. Aunque ya Neil Young (por cierto, llamado el padrino del grunge por sus jóvenes seguidores) las usaba desde los sesenta, dichas prendas devolvieron un poco de autenticidad popular a la ropa, si bien no tardaron en convertirse también en material de modistos que trataron de sofisticarlas, aunque no con mucho éxito.
El siglo veintiuno ha visto la atomización de los jóvenes en tribus urbanas, cada una con su moda, cada una con su aspecto particular. Darketos, hipsters, emos, punketos, rastafaris, metaleros, reggaetoneros y un sinfín de grupos que desprecian la moda de sus congéneres y más aún la que los fresas actuales denominan con ese cursilísimo término que es lo trendy (¡arghhhh!).
Por mi parte, sigo montado en mi macho y poco o nada me interesa ataviarme como dictan los diseñadores. Aunque no deja de preocuparme que mi afán de usar ropa de mezclilla me acerque a parecerme cada vez más al recordado Carlos Monsiváis y sus seguidores. Pero bueno, al menos no cargo La Jornada y un libro de Saramago bajo el brazo.
(Mi columna "Bajo presupuesto" de este mes en la revista Marvin).
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