Estamos acostumbrados, persuadidos, seguros, convencidos, incluso diría que adocenados, en la idea absoluta de que la de los sesenta fue una década de oro, no sólo para el rock sino para la música occidental y la cultura universal. El decenio más importante del siglo veinte. La etapa en la cual florecieron la creatividad artística, la libertad personal, la liberación sexual, la apertura sociopolítica. El periodo en que la conciencia humana se expandió como nunca antes y como jamás después.
Todo ello se da por sentado y nadie lo discute… o casi nadie. Porque, ¿realmente fue tan idílica esa década de ocho años que va de 1962 (con la aparición del primer disco de los Beatles) a 1970 (con la aparición del primer álbum solista de John Lennon, mismo que incluía la canción “God” y en ella la sentencia “the dream is over”, es decir, “el sueño ha terminado”)?
A principios de los sesenta, el mundo venía de dos décadas terribles: la de la Segunda Guerra Mundial, con toda su cauda de destrucción y muerte, y la de la posguerra, con todo su bagaje de miedo y paranoia. Los jóvenes que en 1961 tenían quince o dieciséis años muy pronto se cansaron de vivir en medio del conservadurismo medroso, de las restricciones cotidianas, de la represión familiar, del temor a lo desconocido, de la desconfianza hacia un prójimo que no era tan prójimo. Si en los cincuenta surgió la figura del rebelde sin causa (ejemplificado cinematográficamente por James Dean, por Marlon Brando, por Sal Mineo), en el siguiente decenio aparecería la del rebelde con causa, el que se sublevaría contra la comodina hipocresía clasemediera, contra la falsa y ambivalente moralidad, contra ese constante vivir en el odio racial, en la prohibición erótica, en la adoración del consumismo más vacuo y frustrante. Los sesenta fueron un campo de cultivo perfecto para que floreciera esa rebeldía por tres lustros contenida y que estalló con la misma furia con que la juventud se opuso a la guerra de Vietnam, ese conflicto sangriento creado por el corrompido gobierno estadounidense para salvar intereses económicos inconfesables y del cual saldría humillado y derrotado.
La explosión de los sesenta lo cubrió todo. Surgieron los hippies, los pacifistas, los ecologistas, los izquierdistas radicales (de los yippies a los Panteras Negras), los nuevos filósofos, los nuevos periodistas, el llamado Verano del Amor con la ciudad de San Francisco como su Meca. La revolución cubana era vista como un faro que alumbraba hacia el porvenir y la figura del Che Guevara adquiría un aura romántica que con el tiempo se revelaría más mítica que realista.
En cuanto a la música… ¡La música! Nunca como entonces surgieron creadores e intérpretes como los de esa década: los Beatles, los Rolling Stones, los Byrds, Frank Zappa, los Kinks, The Who, los Doors, Jefferson Airplane, Jimi Hendrix, The Grateful Dead, Traffic, Procol Harum, Janis Joplin, Santana y un largo, larguísimo etcétera. Era el nuevo Renacimiento, así, con inicial mayúscula. El renacimiento psicodélico, cuando las drogas parecían un vehículo de creatividad ilimitada y un medio para abrir las puertas de la percepción. Sin embargo…
Resulta fácil contemplar a los sesenta como una era de paz, amor, armonía, hermandad, buena música y drogas recreativas. No obstante, fue al mismo tiempo una época que engendró a sus propios demonios. Sobre todo en los Estados Unidos, las diferencias raciales permanecieron incólumes. El hippismo fue un movimiento esencialmente blanco, al que muy pocos negros, hispanos o gente de otras razas se integró. El paraíso del peace and love resultó a final de cuentas un coto muy cerrado y en ese sentido el racismo no desapareció del mismo. Tampoco la violencia fue desterrada de entre los jóvenes primermundistas. El surgimiento de grupos como los ya mencionados yippies (blancos extremistas de corte anarquista) y Panteras Negras (un grupo negro que pregonaba la lucha a muerte contra el opresor blanco) fue complementado con la aparición de bandas protofascistas como los Hell Angels (sus integrantes asesinaron a un espectador de raza negra durante el malhadado festival de Altamont, California, en 1969) o “familias” demenciales como la de Charles Manson (misma que llevó a cabo una serie de sanguinarios asesinatos rituales en ese mismo 1969). Todo ello para no hablar de la locura a la cual condujo el consumo indiscriminado de drogas y que terminó por llevarse de este mundo a miles de jóvenes e incluso a algunos de los músicos más talentosos de esa década, como Jimi Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin y Brian Jones, entre otros.
Los sesenta no fueron años tan luminosos como hemos querido creer. Las grandes obras discográficas, los multitudinarios festivales de rock, la liberación sexual, la alucinante psicodelia, no fueron elementos suficientes para hacer desaparecer las sombras del odio racista, del rencor clasista, de los excesos mortales. En el mundo hubo guerras, hubo revoluciones que más adelante terminaron en tiranías (desde la de Fidel Castro en Cuba hasta la de Pol Pot en Cambodia), la pobreza se incrementó, la carrera armamentista no se detuvo, las represiones gubernamentales acabaron con movimientos como los estudiantiles en París y México, la Guerra Fría permaneció como una amenaza y la Unión Soviética aplastó a ese intento de libertad que quiso nacer en sus dominios y que se conoció como La Primavera de Praga. De lo mucho que se sembró a lo largo de ese decenio, muy poco floreció en realidad.
Los sesenta: un lapso sin duda importantísimo, pero nunca una década dorada.
(Texto que publiqué en 2008 en la sección "Vacas sagradas" de La Mosca en la Pared, bajo el seudónimo colectivo de Goyo Cárdenas Jr.)
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