Dentro de tres días, el mundo sabrá quién es el nuevo presidente de los Estados Unidos. Como pocas veces, el destino de la humanidad y del planeta estará en manos del que resulte vencedor en la contienda entre Hillary Clinton y Donald Trump, una mala candidata demócrata y un todavía peor candidato republicano.
Las encuestas se encuentran muy parejas –dicen que existe un empate técnico–, mas dado el singular modo como se resuelven las elecciones estadounidenses, en las que el voto popular cuenta de manera muy relativa y todo lo deciden los estados de la Unión (algunos mucho más influyentes que otros; es decir, no es lo mismo Maine que California o Texas), lo más probable es que a final de cuentas la balanza se incline del lado de Clinton y todo lo que ella representa (que es menos malo que todo lo que representa Trump). Así pues, a menos que ocurra algo extraordinario y en verdad estrambótico, la amenaza que representa el republicano para la economía y la paz del mundo quedará atrás y el mal sueño se desvanecerá como humo en la aire.
En México, casi todos apostamos por Hillary, a pesar de que muy posiblemente se sienta ofendida con nosotros, debido a la famosa visita de su rival a la casa presidencial de Los Pinos. ¿Nos lo hará pagar si gana los comicios del martes próximo? Es muy posible que sí, aunque nada que ver con las amenazas antimexicanas del energúmeno de la cabellera amarilla y la piel anaranjada. Quizá Clinton centre su desquite en el PRI y apoye en 2018 al PAN, con quien parece tener una buena relación.
Ahora, si sucediera el horror de una victoria de Trump, ¿éste a quién apoyaría? ¿Acaso al que más se le parece en aquello de despotricar contra las instituciones y anticipar trampas electorales y complots en su contra? Mejor ni siquiera imaginarlo. Dos populistas en las presidencias de los Estados Unidos y México sería la peor de los pesadillas.
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario)
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