No hay presente, tampoco futuro, sin un pasado. El de mi país, como tal, se remonta a 1821, cuando comenzó a ser una nación independiente. El mío propio se remonta a 1955, cuando en marzo de ese año llegué a un México tan diferente y a la vez tan parecido al actual.
Nací en Tlalpan, D.F., a mitad del sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, el mandatario que implantó el desarrollo estabilizador y el dólar a 12.50 pesos. Nací cuando el Partido Revolucionario Institucional era ya una poderosa maquinaria que hacía funcionar a un sistema político que lucía su músculo y lograba encausar las ambiciones de sus dirigentes, al tiempo que aplastaba cualquier intento de oposición real.
Era un México autoritario y paternalista, en el que nada se movía sin la aprobación del Señor Presidente (así, con mayúsculas), algo que no había cambiado desde los tiempos del dictador Porfirio Díaz, contra quién paradójicamente habían peleado los antecesores del primer mandatario que en 1955 aún no decidía quién habría de ser su sucesor en Palacio Nacional, como tres años antes se había decidido por él el presidente Miguel Alemán, al que seis años más atrás había puesto en la gran silla el presidente Manuel Ávila Camacho, designado como su sucesor por el presidente Lázaro Cárdenas.
Crecí pues bajo un régimen priista que parecía eterno e incólume. Mi infancia vio a Ruiz Cortines y a quienes lo siguieron: Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. El trauma represivo de 1968 me tocó a cierta distancia, ya que en ese año tenía apenas 13 años y cursaba el segundo año en una secundaria oficial de Tlalpan.
Poco después empezaría mi tendencia hacia la izquierda y el antipriismo. A pesar de venir de una familia paterna muy ligada al PRI y una familia materna muy ligada al PAN (muchas de las primeras juntas secretas para la formación de ese partido, a fines de los años treinta, se realizaron en la casa de Tlalpan de mis abuelos Michel, recién llegados del Jalisco más cristero), en mi temprana juventud empecé a inclinarme hacia la izquierda y el socialismo. Mi visión de un México inamovible y de eterno dominio del partido único comenzó a cambiar y empecé a vislumbrar un país que podría ser distinto. No sólo eso: veía yo a un México socialista, democrático... y sin PRI. Pero no tenía idea de cómo se podría llegar a ello.
Ya con Luis Echeverría en Los Pinos, me afilié, en 1976, al Partido Mexicano de los Trabajadores, el PMT, y reforcé mis creencias y mis sentimientos de gauche al lado del político que más he admirado en mi vida: el ingeniero Heberto Castillo. Así viví los delirantes seis años de José López Portillo y el inflacionario sexenio de Miguel de la Madrid Hurtado.
En las elecciones de 1988, pensé que al fin se lograría ese México que soñaba, cuando todo parecía indicar que otro ingeniero, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, ganaría las elecciones de ese año. Se cayó el sistema. Muy posiblemente hubo fraude. El caso es que Carlos Salinas de Gortari y el PRI se quedaron con la presidencia y mi decepción por ese hecho se sumó a la que me producía ya el deterioro del mal llamado socialismo, de corte soviético, que se derrumbó apenas tres años después. Para colmo, muchos de mis compañeros del PMT se integraron como funcionarios al gobierno de Salinas.
“The dream is over”, había dicho muchos años antes John Lennon y para mí el sueño izquierdista (¿izquierdoso?) se terminaba también.
Llegaría el trágico 1994, con todo lo que sucedió, y luego el año 2000, con todo lo que sucedió también. Del singular priista Ernesto Zedillo pasamos al peculiar panista Vicente Fox. Lo insólito, lo increíble: el PRI había perdido las elecciones. La democracia mexicana era realmente existente. Había un Instituto Federal Electoral que lo garantizaba de manera ejemplar. El de Fox fue un sexenio delirante que dio paso al violentísimo sexenio de otro panista, Felipe Calderón, centrado en la lucha contra las drogas, misma que prosigue inútilmente cuando se acerca el final de los seis años del priista Enrique Peña Nieto.
Viene el año 2018 y no vislumbro un México mejor. De hecho temo un México peor, de ganar las elecciones el populismo mágico y nacionalista más retardatario, encarnado por Morena y su tlatoani, Andrés Manuel López Obrador. Sería el regreso al México autoritario y de escasas libertades en el que nací.
De ganar cualquiera de las otras opciones, quizá las cosas no resulten tan mal. No obstante, ese país que tantos soñamos, liberal, sin injusticia, sin pobreza, sin corrupción, con democracia, educación, cultura y libertades plenas, no deja de seguir siendo eso: un sueño. ¿Alcanzable? Tal vez. Aunque quizá no nos toque verlo.
(Texto que escribí para la revista Nexos de este mes de enero de 2018, como parte de la colaboración colectiva "México mañana. 40 años, 96 autores")
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