Las cosas no iban bien en el seno de la agrupación. El ambiente resultaba pesado y las relaciones entre algunos de sus integrantes no eran las mejores. El espíritu de grupo se había deteriorado. En especial, Brian Jones se presentaba como el negrito en el arroz, como la parte más conflictiva del quinteto, sobre todo por sus desavenencias musicales y personales con Mick Jagger y Keith Richards, en ese entonces un dueto extraordinario y muy unido de compositores.
Jones se alejaba cada vez más de los Stones y su complicada personalidad no era su mejor aliada. Su dependencia de las drogas y sus problemas con la policía (circunstancias ambas que compartía con Jagger y Richards) lo mantenían en un ostracismo cada vez más notorio. Para colmo, 1967 había sido un mal año para el conjunto y la grabación de su disco Their Satanic Majesty’s Request había resultado lenta y accidentada. Tanto que los resultados artísticos del álbum no fueron precisamente los mejores. A esto habría que sumarle la ruptura del grupo con su manager, Andrew Loog Oldham, con quien los Stones tenían ya muy serias diferencias, situación que terminó con el despido del representante.
¿Qué iba a suceder con la agrupación? ¿Estaba condenada a desaparecer? ¿De dónde sacaría fuerza y talento para reinventarse? Los sacó de un personaje impensado: el productor Jimmy Miller.
Miller había producido los magníficos dos primeros discos del grupo Traffic y Mick Jagger le pidió que trabajara con los Rolling Stones en su siguiente sencillo. Lo que sobrevino fue una bomba y se llamó “Jumpin’ Jack Flash”. Aquella explosiva canción de 1968, tan sensacional como había sido “I Can’t Get No (Satisfaction)” tres años antes, devolvió a la agrupación a sus orígenes más rocanroleros y la alejó de la falsa y pretensiosa seudo psicodelía del Sus satánicas majestadas.
Jimmy Miller era sin duda el indicado para producir el siguiente larga duración del quinteto. Propuso hacer un disco más apegado a los raíces del blues y Keith Richards aceptó encantado de la vida, sobre todo porque durante su anterior gira por los Estados Unidos había aprendido algo altamente revelador: la afinación abierta de la guitarra en sol mayor, lo que le abrió todo un mundo de posibilidades para componer nueva música y dotar al grupo de lo que hoy conocemos como el clásico sonido stone.
Beggars Banquet (1968) se llamó el nuevo álbum, séptimo del grupo en el Reino Unido. Sería la última obra discográfica en la que participaría Brian Jones y eso es un decir, ya que tocó en muy pocas canciones y se involucró escasamente en la grabación del acetato. Si somos estrictos, podríamos decir que el disco lo grabó un cuarteto conformado por Mick Jagger, Keith Richards, Bill Wyman y Charlie Watts, más algunos músicos invitados, entre ellos Nicky Hopkins, Ric Grech, Dave Mason... y el propio Brian Jones, quien parecía un fantasma en el estudio.
Este Banquete de limosneros representa el inicio de una nueva era en la música de los Rolling Stones, una era que se extendería a lo largo de varios años y que incluiría los tres álbumes siguientes: Let It Bleed (1969), Sticky Fingers (1971) y Exile on Main Street (1972, aunque yo añadiría el Goat’s Head Soup de 1973 y el It’s Only Rock ’n’ Roll de 1974).
El disco de 1968 es un trabajo de muy limpia producción y canciones tan sencillas como extraordinarias. El rock sólido se hizo presente, en especial con un par de controvertidas piezas que hoy son verdaderos clásicos: la épica “Sympathy for the Devil” (mal traducida como “Simpatía por el diablo”, cuando el sentido real de la palabra inglesa sympathy es el de compasión) y la desafiante “Street Fighting Man”, ambas con una fuerte carga de crítica política y social. Sin embargo, el resto del material es igualmente notable, sobre todo en los cortes más sensibles y delicados. Ahí están composiciones tan bellas como la emotiva y (con)movedora “Salt of the Earth”, todo un himno a la humanidad (“Bebamos por la gente que trabaja duro / Bebamos por los humildes de nacimiento / Levanten su copa por el bueno y el malo / Bebamos por la sal de la Tierra”); la maravillosamente melancólica “No Expectations” (con la guitarra slide de Brian Jones en plenitud y el piano de Nicky Hopkins en toda su sutileza) y la preciosa y grácil “Factory Girl”, las cuales alcanzan momentos sublimes, mientras la ironía campea en la extrañamente bluesera “Parachute Woman”, la provocadora y mordaz “Stray Cat Blues” (sin duda la letra más osada del disco y quizá de toda la obra de los Stones, una letra que causaría escándalo en estos tiempos de exacerbada corrección política y sexual) y la sardónica “Dear Doctor”. Incluso temas “menores” como el blues campirano “Prodigal Son” o el peculiar “Jigsaw Puzzle” son grandes pequeñas obras y completan la perfecta redondez letrística y musical de este álbum fundamental que en 2018 está cumpliendo 50 años de vida.
(Texto que me publicó el día de hoy la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)
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