"There is no arguing with a mood".
El ciberespacio mexicano ha contraído un virus: Alejandro
Rossi lo llamó "corrupción semántica". La indignación política se
desfoga en una violencia verbal incompatible con los instrumentos propios de la
racionalidad: la argumentación, la fundamentación, la persuasión, la
coherencia, la claridad. En espera de que un filósofo del lenguaje estudie el
fenómeno, intento una tipología provisional.
La variante
más sencilla y común es el insulto. También es la más pobre, patética e
inofensiva, porque revela la impotencia del emisor (y doble impotencia, por
tratarse en general de emisores anónimos). A la misma familia corresponden la
descalificación y la agresión racista. Ni siquiera necesitan 140 caracteres.
Pertenecen al mundo gástrico, no al mental. Se escriben con bilis.
En la
siguiente escala está el comentario maniqueo que, por definición, coloca al
emisor en el papel del "bueno" y a su víctima cibernética en el papel
del "malo". Este cibernauta binario no distingue matices ni colores:
es daltónico. Supongo que el origen de esta distorsión es religioso, pero en su
variante geométrica proviene de la Revolución Francesa: ésta es la izquierda
que salva y se salva, ésta es la derecha condenada al infierno. Y la
"derecha" es un costal en el que caben todos: conservadores,
liberales, socialdemócratas.
Emparentada
con la anterior está la pomposa manía inquisitorial: el cibernauta que se erige
en Juez del Tribunal de la Santa Inquisición (o en Comité de Salud Pública, que
es lo mismo) para condenar a la hoguera (la guillotina) a quienes no piensan
como él. Quienes practican (o, más bien, padecen) este mal incurren en una
petición de principio: parten de una autoproclamada superioridad moral.
Una
variedad más compleja y generalizada está expresada en una frase de Lenin:
"No pregunte si una cosa es verdadera o no; pregunte sólo: ¿verdadera o no
para quién?". Según esto, nadie piensa de manera autónoma sino siempre en
función de intereses materiales. Pero si todo pensamiento está determinado por
una adscripción social o económica, no existe el azar, la libertad, la verdad
objetiva, las leyes científicas. Se trata de un pensamiento contradictorio
porque la perentoria frase de Lenin implica la afirmación de una verdad no
relativa. ¿Desde dónde emiten esa Verdad sus detentadores? Desde una supuesta
"representación" del pueblo oprimido. Lo cual recuerda la sentencia
de Groucho Marx: "El poder para el pueblo significa el poder para los que
gritan el poder para el pueblo".
Quizá la
más maligna variante del virus (muy esparcida) es la teoría de la conspiración.
Todo lo que ocurre es obra de un complot tenebrosamente urdido por las fuerzas
del "no pueblo" contra el pueblo. Ese pensamiento gaseoso tiene un
efecto alucinógeno: hace creer a quien lo inhala que "él es
clarividente", que "él sí sabe cómo está la cosa", y que por
tanto no necesita descubrir pruebas empíricas, descender a los casos concretos.
Trasmitido por maestros con aureola de taumaturgos, el virus conspiratorio hace
presa fácil de los jóvenes pero tiene adictos en todas las edades.
Y queda la
simple y llana mentira, la falsificación que repetida una y otra vez toma
fuerza propia. Es la propaganda, y sobre ella Leszek Kolakowski contaba esta
parábola: "Dos niñas corren en un parque. La que va detrás grita
desaforadamente: ¡Voy ganando!, ¡Voy ganando! De pronto, la de adelante
abandona la carrera y se refugia en los brazos de su madre, sollozando: 'no
puedo con ella, mamá, siempre me gana'".
Hay
especies que cubren el ciberespacio que no deben confundirse con el virus de la
corrupción semántica. Me refiero a la denuncia y al repudio, sobre todo si
tienen fundamento y son expuestas con seriedad y elemental civilidad. Pero una
cosa es indignarse y otra es lanzar una ráfaga asesina disfrazada de
"argumentación". El ciberespacio es una efímera ciudad de palabras e
imágenes, una plaza sin leyes ni convenciones, una comunidad anárquica que poco
a poco debe irse autorregulando. De no hacerlo, corre el riesgo de vaciarse: de
contenido, de visitantes, de interés.
Su mayor
peligro es la degradación de la palabra pública bajo el factor aglutinante del
odio. Odio personal, odio de clase, odio ideológico, odio racial, odio teológico.
El odio al otro, a lo otro, a quien piensa distinto. Por fortuna, el odio no
ocupa -ni siquiera ahora- la totalidad del ciberespacio, cuya naturaleza sigue
siendo la de una vertiginosa e igualitaria conversación. La gente entra a
Twitter -me consta- con ganas de saber, de dialogar y hacer contacto con otra
persona. Es un antídoto contra la soledad, un café virtual, una cantina
divertida y loca. Pero en un rincón de esa cantina hay unos sicarios con
pistolas verbales. Y uno se pregunta cuándo las desfundarán, no en el
ciberespacio sino en el espacio.
Publicado hoy en el diario Reforma. Me parece un texto extraordinario.
1 comentario:
Se agradece la claridad. Coincido con usted, Hugo. El texto es buenísimo. Sin ser muy partidario de Krauze, creo que una vez más le pone nombre a las ideas de muchos de los que navegamos el ciberespacio en busca de contacto enriquecedor, y que cada día nos encontramos, cada vez más, con este virus.
Gracias por compartirlo
Prometeo Murillo
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