Crecí rodeado de tíos y tías de un conservadurismo delirante y mojigato que sólo hablaban de religión y odiaban todo lo que sonara a liberal (por suerte, del lado de mi familia paterna las cosas fueron bastante distintas). El PAN era lo máximo para los Michel y cuando tuve oportunidad de rebelarme, me convertí en antipanista, antirreligioso, liberal y socialista.
Conozco en carne propia, pues, lo que es el panismo primigenio y sus consecuencias. Por eso jamás he votado o votaré por ese partido, a pesar de que algunos de sus sectores hayan dejado atrás su ultramontanismo y hasta tengan una ligera patina liberal y democrática.
Valga todo lo anterior para afirmar que a pesar de su siniestro pasado reaccionario, el PAN de hace algunos años resulta mil veces preferible al actual, a esa ensalada de intereses dudosos representada por los maderistas y los calderonistas, a ese instituto difuso y confuso que, tras dos sexenios en la presidencia de la república, hoy es una caricatura de sí mismo y mueve más a risa y a lástima que a admiración y respeto.
Todo ese vodevil de estas últimas semanas, que culminó con la defenestración de Ernesto Cordero como líder de la bancada panista en el senado, es la muestra más palpable del desgarriate actual del PAN, un azul más deslavado que el de los cementeros en el partido del jueves ante el América (aunque al menos van ganando uno a cero).
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario).
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