Basta con ponerse una capucha para volverse anónimos. Anónimos, como los que insultan impunemente desde las redes sociales. Anónimos, como los que descargan ofensas a los pies de los artículos de los medios impresos que permiten, sin censura, los comentarios de los lectores (como Milenio Diario). La capucha te da patente de corzo para convertirte en “maestro” que cierra carreteras, destroza edificios y hace la revolución al poner automóviles llantas arriba. También te permite tomar rectorías de universidades o atacar a policías que a duras penas tratan de defenderse con escudos de plástico mientras les gritan “¡represores! o ¡hijos de puta!”.
Caperuzos los llama Luis González de Alba, sólo que más bien juegan el rol del lobo feroz que se desayuna a la abuelita y viola a la niña de rojo en aras del final del capitalismo, del imperialismo, del Estado fascista, de la explotación del hombre por el hombre, de la plusvalía, del sistema y de toda la terminología seudomarxista que aprendieron en los manuales de Martha Harnecker… o ni siquiera allí.
Mamá, yo quiero saber de dónde son los encapuchados que no dan la cara para criticar con razones –como sí hacemos muchos editorialistas de la “prensa vendida”, quienes hasta nuestra foto mostramos en público– y las suplen con iracundia y primitivismo ideológico.
Yo no quiero que los repriman o los encarcelen. Sólo pido que muestren sus rostros, argumenten, discutan y dejen de creer en el cuento decimonónico de que la violencia es la partera de la historia (el siglo veinte demostró con suficiencia que no es así).
(… y que nos digan de una vez quiénes son los principales beneficiarios políticos de todo este desmadre, esos otros embozados que mueven los hilos y llevan doble capucha).
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario).
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