Cuando la vi de reojo, en la sección de jazz de aquella tienda de discos compactos antiguos, lo único que pensé fue: “Por Dios, cómo se parece a Cristina”. Era una tarde calurosa de junio de 2020 y hacía casi diez años que no veía a quien durante cerca de un lustro fuera mi razón de vivir, el motor de mi existencia para bien y, sobre todo, para mal. No se había percatado de mi presencia y aproveché para ocultarme detrás de un estante de ofertas de álbumes descontinuados, a fin de espiarla sin ser visto. No había duda: era ella. Pero cuánto había cambiado. Yo la suponía aún en Nueva York, a donde se había ido a mediados del 2010, “para estar allá un año”, y donde conoció a un tipo de origen polaco que la hizo enloquecer y la convenció de casarse con él y quedarse a vivir a su lado. A ella, a Cristina, la enemiga número uno del matrimonio. Se divorció menos de un año después, por supuesto, pero decidió quedarse a radicar en Queens. Durante largo tiempo nos mantuvimos en contacto por teléfono y por correo electrónico, incluso llegué a visitarla una vez –en un viaje cuyos catastróficos resultados sentimentales preferiría olvidar-, pero luego todo se fue diluyendo y quien fuera el amor absoluto de mi vida fue reemplazado por otras mujeres con las cuales seguí repitiendo mi sempiterno patrón de enamorarme de hembras mucho más jóvenes que yo, quienes invariablemente me utilizaban y al final me trataban de la peor manera posible.
Así que ahí estaba sin embargo. Cristina. En esa tienda. Una década después. Absolutamente cambiada. En verdad no sé cómo pude reconocerla en primera instancia. Había embarnecido en forma ostensible. Ella, quien siempre presumía de conservar la misma figura de cuando tenía quince años, de pronto había sufrido un evidente cambio en su metabolismo, un golpe que la había hecho subir cuando menos cuarenta kilos. Estaba gorda. Muy gorda. Pero eso no era lo más impresionante. Lo que me impactó verdaderamente fue la mirada apagada y melancólica detrás de sus eternos anteojos redondos para la miopía. Su antigua expresión jovial, irónica, segura de sí, no existía más. Adiós al brillo de sus ojos, a esa chispa alegre y cínica que la había caracterizado desde que la vi por vez primera, en febrero del año 2005, a sus dulces veintiuno. Según mis cálculos, ahora estaba a punto de cumplir treinta y seis diciembres, pero se veía de mucho mayor edad. Inconscientemente, miré un espejo que reflejaba mi figura y a pesar de mis pesados sesenta y cinco años y de mi invencible sobrepeso, me sentí mejor conservado que ella. El hecho me provocó tristeza. Volví a contemplarla. Buscaba entre algunos discos y sacó uno del estante. No alcancé a ver de cuál músico era. Examinó concentrada la contraportada y se puso a leerla. ¿Y si me le acercaba? ¿Y si iba a saludarla? ¿Se sorprendería? ¿Le daría gusto verme? ¿Le causaría incomodidad? No me atreví a moverme de mi lugar. Me quedé ahí, petrificado, los pies clavados en el piso. Cristina lanzó un ostensible suspiro y dejó el disco en su lugar. Dio media vuelta y con el cuerpo encorvado enfiló sus pasos hacia la salida de la tienda. La seguí entonces. Llegó a los amplios y repletos pasillos del centro comercial donde nos encontrábamos y se dirigió hacia las escaleras eléctricas. De nueva cuenta tuve el impulso de alcanzarla y hacerme presente. Pero me acobardé y no lo hice. Me quedé al pie de las escalinatas y la vi llegar a la parte alta para perderse de vista. Dejé correr uno, dos, tres minutos de indecisión. Pero qué imbécil. Si no hablas con ella ahora mismo quizá nunca más la vuelvas a ver. Ve tras ella, pendejo, o te arrepentirás por el resto de tus días. Emprendí la subida de los escalones movibles con la escasa velocidad de la cual era capaz y en segundos alcancé la cumbre. Demasiado tarde. Cristina se había perdido entre la muchedumbre, en la inmensidad de aquel templo del consumo.
*Escrito en 2004
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