2013 fue, en esos territorios, un año fructífero y relativamente calmo. Año de concordancias, colaboración dialéctica, buena siembra y una que otra nube negra que no alcanzó a trascender o a opacar lo logrado.
Enero de 2014 resultó como un impasse en el que otro tipo de acontecimientos llamó más la atención de la opinión pública y de la opinión publicada.
Pero ha llegado febrero y con él los inicios de los trabajos renovados del Poder Legislativo, trabajos que significan dar sustancia y estructura de leyes a las reformas constitucionales aprobadas el año pasado. Es el comienzo de las verdadera batallas, batallas que pueden ser encarnizadas, batallas en un desierto en el cual las partes tendrán pocas posibilidades de ocultarse, de cubrirse, de protegerse, y en las que deberán combatir cuerpo a cuerpo, en forma descubierta, con sus mejores argumentos.
Numerosos son los frentes abiertos en ambas cámaras y no puede haber marcha atrás. No sé hasta qué punto son demasiadas o no las reformas que se aprobaron, pero el caso es que ahí están y que por ahora son letra muerta o, cuando menos, letra dormida. Reglamentarlas significa afectar intereses creados, mover arenas que durante décadas han permanecido compactas y endurecidas y que de golpe pueden volverse movedizas para tragárselo todo. No obstante, hay que hacerlo. Es la obligación de diputados y senadores de todos los partidos. Tendrán que blandir sus lanzas contra poderosos feudos, contra implacables enemigos del cambio, y muchos de estos querrán romper dichas lanzas, quebrarlas en pedazos.
Metáforas aparte, 2014 es el año de la instrumentación de las reformas. ¿Que pasará un largo tiempo para que éstas empiecen a surtir efecto? De eso no cabe duda. Pecaríamos de ingenuos si esperásemos ese efecto en el corto plazo. Pero más tardarán en funcionar mientras no se echen a andar.
“Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años”, dice como lamento el poema “Antiguos compañeros se reúnen” de José Emilio Pacheco. Quizá no sea para lamentarse, quizá sólo sea que hemos evolucionado. México ya no es un hombre de veinte años.
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario).
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