La sobrevaloración es casi siempre fruto de la ignorancia. Lo es también del bombardeo mediático o de una serie de sobreentendidos, aunque éstos muchas veces estén fundados en premisas falsas. Cuando vemos a un músico, un escritor, un actor, un artista plástico que de pronto es tomado por todos como un genio, la precaución debería ser nuestra primera actitud. Por supuesto que lo más fácil y lo más cómodo es aceptar acríticamente lo que se nos trata de imponer por medio de la publicidad o mediante la opinión inapelable de una corte de “expertos”, a quienes nadie se atreve a contradecir por temor a ser señalado como un necio. Tratar de asumir una posición crítica acarrea enemistades y desconfianzas. Ir contra la corriente suele traducirse en rechazo y marginación, en ser acusado incluso de retrógrado e indeseable. De ahí que para muchos sea preferible adherirse a la masa y aceptar como verdades absolutas los dictados de aquellos que “sí saben”, en lugar de arriesgarse a tener una opinión propia. Cada quién asume la posición que quiere. Cada quién es responsable de sus decisiones y sus actos y de las consecuencias que éstos conlleven. Si alguien se adhiere ciegamente a un personaje sobrevalorado y eso lo hace sentir bien, está en todo su derecho de hacerlo, como también lo está aquél que debido a su bagaje de experiencias y conocimientos se niega a ello. Es una mera cuestión de respeto a la opinión ajena. Negar el derecho a la disidencia, a la diferencia, sólo trae consigo la intolerancia, la cerrazón y la condena fascistoide. Es olvidar a Voltaire.
(Editorial "Ojo de mosca" que escribí en el No. 113 de La Mosca en la Pared, febrero de 2007)
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