¡Ah, esto de los mitos!
Con el rock mexicano ocurre lo mismo que con el actual cine nacional. De pronto se produce un resurgimiento apantallador, un renacimiento sacado como por arte mágico quién sabe de dónde. Todo mundo habla de ese “nueva” cinematografía azteca y de sus grandes realizadores: que Hermosillo, que Carrera, que Arau, que Estrada, que Novaro. Y todo mundo se refiere también al novísimo rock huehuenche y sus esplendorosas figuras: Caifanes, Café Tacuba, La Lupita. Fobia, La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, etcétera. Parece un milagro que de pronto hayan brotado como por generación espontánea tantos talentos artísticos. Pero tal milagro se diluye apenas los confrontamos con la dolorosa, terca e implacable realidad.
En cuanto uno ve cintas como La tarea, Danzón, Ángel de fuego, Intimidad y tantas otras, se descubre la verdad: son puras obras de arte, sí, pero del arte de la publicidad, la propaganda, el bluff. Exactamente igual (o peor) acontece con el rockcito mexicano. Escuchar con atención a los grupos mencionados arriba, sobre todo después de haber leído y oído tantas alabanzas y panegíricos acerca de ellos, resulta francamente decepcionante.
Ya en este espacio me he referido a los Caifanes y Café Tacuba como dos claros exponentes de un rock (¿rock?) engañoso, artificial, digno de aparecer en el Canal de las Estrellas debido a su carácter inocuo, simpático, “positivo”. Ello a pesar del aspecto disfrazadamente provocador de sus intérpretes. Poco importa que aparezcan con los cabellos parados y vestidos como negros cuervos posmos o ataviados con huaraches y calzón de manta. El hecho es que no molestan a una sola de las buenas conciencias que día con día se plantan frente al televisor para disfrutar de las telenovelas y de Chespirito.
El caso de La Maldita Vecindad no es de manera alguna distinto. A pesar de su origen contestatario (es un decir), cuando tocaban en las marchas del CEU o del PRD. hoy se presentan a chacotear sin rubor con el frustrado ex candidato a diputado del PRI, Paco Stanley. En su programa, el locutor se mofa de ellos, los hace repetir idioteces y los pone a simular que tocan, mientras suena el play back y un séquito de chamaquitas histéricas grita al igual que lo hace ante Magneto, Mijares o Los Temerarios. Claro, si todos son harina del mismo costal.
Tal vez lo anterior podría obviarse si La Maldita tocara música realmente valiosa y enriquecedora, pero ni siquiera. Su más reciente disco (El circo, 1991) es exactamente eso: un revoltijo circense en el que lo mismo hacen flacos homenajes a Tin Tan que arreglos espantosos a la de por sí espantosa canción “Querida”, de Juan Gabriel o composiciones tropicaleras en las que el rock brilla por su ausencia. Y cuando hablo del rock, me refiero sobre todo a su esencia, su espíritu, su alma, algo que al parecer los actuales grupos “roqueros” desconocen o desprecian sin más.
El “nuevo rock mexicano”, como el “nuevo cine”, resulta un mito tan falso como nuestra legalidad electoral. Y es que, a final de cuentas, no son sino productos de un mismo sistema y se amoldan perfectamente a él.
(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 3 de septiembre de 1992)
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