miércoles, 16 de mayo de 2018

Caif(l)anes

Me costó trabajo tomar la decisión, pero finalmente lo hice. Lo poco que había visto y escuchado acerca del grupo Caifanes nada más no me convencía. Que si “La negra Tomasa”, que si “Mátame porque me muero”, que sus apariciones con la Vero y en algunos otros programas del Canal de las Estrellas, que la biografía que les escribió un freak del Nintendo. No era un historial demasiado atractivo a mi modo de ver. Pero bueno, tampoco podía criticarlos así como así, sin conocer cuando menos alguna de sus obras, y me dispuse a escucharlos con la mejor buena voluntad y sin el menor prejuicio.
  Como tampoco iba a gastar mi dinero en un disco suyo (habiendo tantas maravillas disponibles), encaminé mis pasos a Unisur, un club de alquiler de discos compactos allá por los rumbos de Universidad y Copilco (saludos a Mónica, Claudia y Sergio) y renté la más reciente grabación de los Caifanes, bautizada con el paradójico y sugerente nombre de El silencio. Y la mera verdad...
  El primer pensamiento que me vino a la mente después de oír este álbum, producido por un obviamente desganado Adrian Belew, fue ese lugar común que reza: “mucho ruido y pocas nueces”. ¿Para eso se fueron a grabar a Estados Unidos y se rodearon de ingenieros y técnicos gringos? A eso le llamo desperdiciar el dinero... o invertirlo en puro bluff. Y no es que el disco sea malo, pero tampoco resulta la gran cosa que sus panegiristas han proclamado a los cuatro vientos. Digamos que se trata de un producto más que se puede vender bien entre los numerosos fanáticos (nunca mejor usada la palabra) de este grupo tan sobrevalorado como desangelado y falto de espíritu rocanrolero.
  Musicalmente, El silencio tiene algunos aciertos. Hay excelentes frases guitarrísticas de Alejandro Marcovich, ingeniosas humoradas de Diego Herrera en los teclados (como en “Nubes” o el final chuntatanesco de “Piedra”), un bajeo interesante de Sabo Romo y una batería más bien rutinaria de Alfonso André. En cuanto a la voz de Saúl Hernandez, éste no ha sido capaz de quitarse la manía de imitar al cantante de Soda Stereo, quien a su vez se fusila sin rubores las vocalizaciones de Robert Smith, de The Cure.
  En lo que toca a la mezcla, deja bastante que desear. La batería domina demasiado, mientras la guitarra y la voz suelen bajar de volumen y perderse en forma incomprensible. Vuelvo a lo ya apuntado: ¿para eso se fueron a grabar a los esteits?
  El terreno de las letras es el que de plano está por los suelos. No hablemos de ese atentado al buen castellano que es el título de la primera pieza: “Metamorféame” (¿que qué?). Como ya lo indicó en estas mismas páginas mi amigo Jorge R. Soto, lo correcto es metamorfoséame. Pero en general, las letras resultan insulsas, forzadas, de dudosa poesía y con metáforas (sacáforas, las llama Óscar Sárquiz) pretenciosas y chafas como “Pensarás que soy un perro / que en el cerebro tengo moquillo” (la verdad es que sí lo pensé).
  En general, El silencio me parece un disco plano, aburridón, agüevante, que sólo logra un efímero soplo de vida en la agradable “Estás dormida”, de Marcovich. ¿Por qué entonces hacer tantas fiestas a este grupo, al que muchos consideran el mejor en la historia del rock nacional (¡bájenle!). Primero habría que considerar si lo que interpretan es realmente rock o un híbrido digno de las aguadencias (Alf dixit) de un flan.
  ¿Caifanes o Caiflanes? That is the question.

(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 18 de junio de 1992)

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