sábado, 19 de mayo de 2018

Los abajoopinantes y el odio inducido

Mi querido y admirado Héctor Aguilar Camín mencionó en su columna “Día con día”, del martes pasado en Milenio, que los periodistas que opinamos desde hace tiempo estamos sujetos a lo que llama un estado al borde de un ataque de nervios, debido a los comentarios muchas veces violentos y ofensivos de algunos lectores y de muchos que no son sino sujetos contratados ex profeso por call centers dedicados a denostar a quienes opinan en sentido contrario a sus intereses políticos.
  Sé de lo que habla. Basta con leer, en el sitio de este diario, a quienes hacen comentarios debajo de esta y de otras varias colaboraciones. Insultos, denuestos, burlas, difamaciones, mensajes de odio y ataques ad hominem. Casi nunca una argumentación fundamentada. Por supuesto, siempre desde el anonimato que permite internet y que los deja arrojar sus mal redactados detritos bajo el patético disfraz de un sobrenombre.
  ¿Que son un mal necesario? Quizás, aunque no lo sé a ciencia cierta. No obstante, uno termina por acostumbrarse. Yo los padezco desde años antes de que existieran las redes sociales, cuando dirigía la revista La Mosca en la Pared y recibía toda clase de improperios por parte de quienes me aborrecían por criticar a lo que llamo el rockcito. Desde entonces me fui creando una especie de armadura sólida y repelente a esa clase de comentarios.
  Pero lo mejor es no leerlos. Yo lo hacía antes, hasta que me di cuenta de que en realidad nada sustancial aportan. Uno debe seguir escribiendo lo que piensa, sin dejarse presionar y mucho menos coaccionar por una caterva que repite, como bien apunta Aguilar Camín, lo que les ordenan en sus centros de operaciones (o para citar al clásico: “Ni los veo ni los oigo”).
  Queda además la satisfacción, digamos cívica y profesional, de que quienes opinamos desde los medios impresos lo hacemos cara a cara, con nuestro nombre y hasta nuestra fotografía, en forma abierta y no desde los oscuros escondrijos del más cobarde anonimato.
  A final de cuentas, perro que ladra no muerde.

(Mi columna "Cámara húngara" de hoy en Milenio Diario)

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