Veía no hace mucho en un noticiario de un canal español de televisión que en ese país existe un fenómeno cada vez más recurrente, el de los treintones que lejos de independizarse siguen viviendo al lado de sus padres y dependen económicamente de éstos. Enseguida pensé que el hecho no es privativo de España, sino que en México también se da y de manera creciente. En un principio, esto podría explicarse por cuestiones que atañen a la problemática económica y al desempleo y en parte es cierto, pero conozco tantos casos de veinteañeros y treintañeros que continúan creyéndose adolescentes que, me parece, las cosas van bastante más allá.
Tal vez porque pertenezco a una generación que era considerada realmente adulta a partir de los dieciocho años, me cuesta trabajo ver a hombres y mujeres que a sus veinticinco, veintisiete, treinta o treinta y tres años aún se ven a sí mismos como chavitos y se viven como tales. Mi trato cotidiano con gente mucho más joven que yo me ha permitido conocer infinidad de situaciones similares. Individuos que en otra época hubieran sido, a su edad, padres o madres de familia –digamos– responsables y estables, hoy son “jovenzuelos” que todavía no saben qué será de su existencia laboral y mucho menos emocional y amorosa. En ese sentido, el miedo al compromiso cobra tintes de epidemia.
No sé si en este caso el rock sí tenga la culpa, pero me resulta complicado entender a tipos que se acercan a los cuarenta años y se niegan a asumir que una cosa es ser un viejo convencional y amargado –algo que a nadie se le desea– y otra muy distinta es ser maduro. No que se vuelvan ancianos prematuros o se integren como borregos a lo que antes se conocía como “el sistema” (uno puede seguir siendo joven y creativo a los noventa años –ahí está entre otros muchos el caso de Octavio Paz), pero tampoco que se crea que la única posibilidad en la vida es el síndrome de Peter Pan.
De seguir esta tendencia, los legisladores deberán replantear la mayoría de edad para que ésta no se produzca a los dieciocho sino mínimo a los treinta y cinco años. Al menos irían más de acuerdo con la realidad imperante.
(Editorial "Ojo de mosca" que escribí para el No. 104 de La Mosca en la pared, publicado en mayo de 2006).
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