En efecto, el mismo jueves 31 de enero de 2013, falleció también, a los ochenta y nueve años de edad, ese enorme poeta y ensayista que fue Rubén Bonifaz Nuño.
Toda muerte es lamentable. Lo es la de los treinta y tres empleados y empleadas de Petróleos Mexicanos, a quienes un terrible estallido, al cual queremos creer accidental y no provocado, les arrancó la vida de manera cruel e inesperada. Lo es, de igual manera, la del anciano humanista y escritor, autor de una poesía altamente sensible, reunida en una buena cantidad de libros (como Los demonios y los días, Albur de amor, El manto y la corona o Fuego de pobres), así como de variados ensayos y traducciones (apasionado de la literatura latina –la verdadera literatura latina-, tradujo a Ovidio, Catulo y Lucrecio, así como a los griegos Homero y Eurípides).
Su muerte se entremezcla, no sé qué tan simbólica y hasta poéticamente, con la de treinta y tres trabajadores cuyos nombres tal vez sólo resultarán importantes para sus familiares y amigos, pero que a final de cuentas son vidas humanas que ya no están físicamente entre nosotros.
Bonifaz Nuño era, ciertamente, un personaje excepcional, pero no se sentía más que otros y se sabía un hombre común y corriente que le cantaba así a los hombres y mujeres comunes y corrientes:
“Para los que llegan a las fiestas / ávidos de tiernas compañías / y encuentran parejas impenetrables / y hermosas muchachas solas que dan miedo / –pues uno no sabe bailar, y es triste–; / los que se arrinconan con un vaso / de aguardiente oscuro y melancólico, / Y odian hasta el fondo su miseria, / la envidia que sienten, los deseos… / para los que sufren a conciencia, / porque no serán consolados / los que no tendrán, los que no pueden escucharme; / para los que están armados, escribo”.
Descansen en paz.
(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario).
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