sábado, 2 de febrero de 2013

Una muerte, 33 muertes

La explosión en el edificio B2 del complejo de la Torre  de Pemex, en pleno centro del Distrito Federal, acaparó justificadamente la atención de la opinión pública e hizo que casi pasara inadvertido otro hecho que, sin alcanzar quizá las características de la tragedia, se significó asimismo por su azul halo de tristeza.
  En efecto, el mismo jueves 31 de enero de 2013, falleció también, a los ochenta y nueve años de edad, ese enorme poeta y ensayista que fue Rubén Bonifaz Nuño.
  Toda muerte es lamentable. Lo es la de los treinta y tres empleados y empleadas de Petróleos Mexicanos, a quienes un terrible estallido, al cual queremos creer accidental y no provocado, les arrancó la vida de manera cruel e inesperada. Lo es, de igual manera, la del anciano humanista y escritor, autor de una poesía altamente sensible, reunida en una buena cantidad de libros (como Los demonios y los días, Albur de amor, El manto y la corona o Fuego de pobres), así como de variados ensayos y traducciones (apasionado de la literatura latina –la verdadera literatura latina-, tradujo a Ovidio, Catulo y Lucrecio, así como a los griegos Homero y Eurípides).
  Su muerte se entremezcla, no sé qué tan simbólica y hasta poéticamente, con la de treinta y tres trabajadores cuyos nombres tal vez sólo resultarán importantes para sus familiares y amigos, pero que a final de cuentas son vidas humanas que ya no están físicamente entre nosotros.
  Bonifaz Nuño era, ciertamente, un personaje excepcional, pero no se sentía más que otros y se sabía un hombre común y corriente que le cantaba así a los hombres y mujeres comunes y corrientes:
  “Para los que llegan a las fiestas / ávidos de tiernas compañías / y encuentran parejas impenetrables / y hermosas muchachas solas que dan miedo / –pues uno no sabe bailar, y es triste–; / los que se arrinconan con un vaso / de aguardiente oscuro y melancólico, / Y odian hasta el fondo su miseria, / la envidia que sienten, los deseos… / para los que sufren a conciencia, / porque no serán consolados / los que no tendrán, los que no pueden escucharme; / para los que están armados, escribo”.
  Descansen en paz.

(Publicado hoy en mi columna "Cámara húngara" de Milenio Diario).

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