Hace algunos ayeres, a fines del siglo pasado, entrevisté a Alejandra Guzmán para la revista que yo dirigía, La Mosca en la Pared. La cita fue en la habitación de un hotel de Paseo de la Reforma, específicamente en una terraza, donde también se encontraban su representante y gente de prensa de su disquera. La entrevista, acerca de un disco suyo que acababa de aparecer, fue tranquila y ella siempre se comportó afable y hasta bromista. Todo habría salido a pedir de boca, de no ser porque une vez terminado el asunto y a punto de despedirme se me ocurrió preguntarle, off the record, por qué si tenía tan buena voz para el rock, no se decidía a cantar rock de verdad.
Su rostro sufrió una transformación inmediata y se enderezó de su sillón como si sufriera una convulsión. La sonrisa desapareció de sus labios y a cambio su mirada se clavó en mis ojos con una rabia apenas contenida. Enrojecida y temblorosa, me lanzó a la cara un estentóreo “¡Yo sí canto rock!” que hizo que todos voltearan a vernos.
No supe qué decir. Levanté una mano en son de paz y me retiré sin aspavientos. Aún alcancé a escuchar unos furiosos balbuceos a mi espalda.
La reina del rock me acababa de anatemizar.
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