En 1968, yo tenía trece marzos. Cursaba el segundo año de secundaria en el pueblo de Tlalpan, pocos kilómetros al sur de Ciudad Universitaria, uno de los puntos neurálgicos del movimiento estudiantil que estalló a finales de julio.
En ese entonces yo comenzaba el despertar de lo que podríamos llamar mi conciencia política, gracias a la lectura de Los Supermachos, una historieta crítica y satírica que hacía Eduardo del Río, el extraordinario Rius, y que insólitamente se vendía en los puestos de periódicos a pesar del gobierno autoritario de Gustavo Díaz Ordaz, quien como buen gobernante priista, ejercía el poder absoluto.
Mi hermano Sergio, diez años mayor que yo, estaba más o menos involucrado con el movimiento de los estudiantes universitarios y politécnicos que iba creciendo como la espuma y causaba la ira del gobierno.
Debo decir que yo no tenía muy en claro lo que exigía ese movimiento. La prensa estaba controlada y los medios electrónicos, en especial la televisión, sólo nos daba el punto de vista del régimen y nos manipulaba a placer. Aparte de todo, en mi escuela, la secundaria oficial No. 29, “Miguel Hidalgo y Costilla”, el profesorado nos decía que los estudiantes eran comunistas y querían perjudicar a México. Mi mente era un hervidero de contradicciones y no sabía a quién dar la razón.
El clímax de esta situación llegó para mí una mañana de agosto o septiembre de aquel 1968, cuando en la escuela se empezó a correr el rumor de que un numeroso grupo de estudiantes había salido de Ciudad Universitaria y se dirigía a nuestra secundaria para tomarla con violencia.
A pesar de lo absurdo de la noticia, el propio director de la escuela, a quien apodábamos “El Bull”, reunió a todos los alumnos en el patio principal del hermoso edificio colonial (antigua Casa de Moneda, durante parte del siglo XIX) que hoy día sigue siendo sede de la Secundaria 29 y, micrófono en mano, nos instó a “defender la escuela de los vándalos que vienen a invadirla”. Y así fue: profesores y prefectos nos organizaron para impedir la entrada de los “temibles” estudiantes que no tardarían en llegar para “apoderarse” de nuestra querida secundaria. Una sensación de cruzados nos invadió y aquellos cientos de mocosos entre los doce y los quince años nos dispusimos a proteger a sangre y fuego (o a moquete limpio) el viejo inmueble. Sobra decir que aquellos estudiantes no aparecieron jamás.
Aquello fue lo más que me involucré con el movimiento estudiantil mexicano de 1968.
Respecto al tlatelolcazo del 2 de octubre, me enteré el día 3, por los diarios, pero sin comprender la magnitud de la masacre. Luego vinieron los Juegos Olímpicos y como casi todos, me clavé en las hazañas del “Tibio” Muñoz y el sargento Pedraza y en la gracia y onanista belleza de la gimnasta soviética Natasha Kuchinskaya.
Así se me fue el 68. Una década después entraría en la dinámica del 2 de octubre no se olvida, gracias a mi militancia de izquierda. Hoy sólo me queda decir que, aparte de la matanza de Tlatelolco, en esa fecha se conmemora también el día del Ángel de la guarda, ése que hoy nos tiene tan abandonados.
(Publicado el día de hoy en mi columna "Plumas de caballo" del sitio Juguete Rabioso)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario