Hoy cumplí un mes de haberme mudado a Tlalpan. Qué rápido corre el tiempo. Han sido treinta días en los que me he adaptado rápidamente a mi nueva vida y sobre todo a mi nuevo horario de sueño. Si durante años me dormía a las cinco o seis de la mañana y me levantaba a las doce o una de la tarde, como tengo que hacerme cargo de las tres comidas de mi mamá y ella se levanta muy temprano, ahora me despierto a las ocho y me duermo como a las doce. Pero no me ha pesado.
A la casa le he ido dando mi toque personal y al igual que en el depto, tengo dos habitaciones, además de que me traje mi sala y mi biblioteca. Por ese lado, todo va quedando muy padre y hasta me ilusiona. En ese aspecto, no extraño mi querido apartamento de Ciudad de los Deportes. Lo extraño, eso sí, en cuanto al clima (allá no se sentía jamás mucho frío o mucho calor, al contrario de aquí) y por supuesto extraño las visitas de mis amigas, a quienes ahora les quedo mucho más lejos, aunque confío en que poco a poco eso vaya cambiando.
El entorno es muy distinto. Aun cuando estoy a dos cuadras del metrobús, si bien bastante más al sur, allá era un ambiente digamos más refinado que por estos lares que nada tienen que ver con lo que dejé hace 18 años. Pero ya escribiré de eso.
La cosa es que hoy cumplo un mes de estar en la nueva-vieja casa y, con todo, me siento bien.
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