martes, 8 de enero de 2019

Apuntes para una historia crítica del rockcito (V)

1967 fue un año fundamental en la historia del rock mundial. En la república mexicana, sin embargo, prácticamente pasó de noche. Salvo una minoría de jóvenes que tuvo acceso a los carísimos y prácticamente inconseguibles discos de los nuevos revolucionarios de la música o a uno que otro programa de la radio en amplitud modulada, en un principio el resto siguió en la absoluta ignorancia.
  Sin embargo, para 1968 las cosas fueron cambiando. A pesar de los controles y la censura gubernamentales, en los medios de comunicación escritos y electrónicos se sabía lo que estaba sucediendo en el resto del planeta. Movimientos estudiantiles en Francia y otras partes del mundo, incluidos los Estados Unidos. Una izquierda moderna que sabía seducir con propuestas liberales y democratizadoras. La sexualidad se abría. Las modas cambiaban. Los hombre se dejaban el cabello largo y las mujeres usaban la falda corta. La ideología hippie de la paz y el amor, de la armonía con la naturaleza, ganaba adeptos a pasos agigantados. Incluso en la república mexicana, cuya cerrada sociedad abría grietas por donde se colaban expresiones e ideas liberales que chocaban con lo establecido por papá gobierno.
  Entonces surgieron multitud de grupos de rock diferentes. Nada que ver con los de “los grandes años del rocanrol”. El movimiento era relativamente subterráneo y la gran televisión ni siquiera los miraba. Pero ahí estaban agrupaciones –algunas llegadas del norte, otras de origen chilango– como la de Javier Bátiz, los Dug Dugs, Love Army, Peace and Love, Toncho Pilatos, Nahuatl y Three Souls in My Mind, entre muchas otras. ¿Nos encontrábamos ya a la altura del los grandes roqueros del planeta? Lamentablemente no.
  Si los primeros rocanroleros nacionales imitaban a sus similares de Norteamérica, los roqueros mexicanos de la segunda mitad de la década de los sesenta hacían exactamente lo mismo: imitar, copiar, calcar… y en su mayoría lo hacían mal. Con su apariencia jipiteca, algunos llevaban el arte de la imitación a los terrenos de la excelsitud. Caso de los Dug Dugs. Uno podía ir a verlos a la Pista Hielo Insurgentes, al sur de la Ciudad de México, y quedarse boquiabierto ante sus exactas versiones de las canciones de los Beatles, como “El tonto de la colina”, flauta de Armando Nava incluida. Nadie los criticaba por ello. Al contrario, se les alababa. Yo mismo los miraba con ojos de admiración desde mis trece ingenuos años de edad, ahí, en la pista de hielo donde también estaba la tienda de discos importados Hip-70 y donde hoy se encuentra Plaza Inn, cerca de San Ángel. Los Dug Dugs eran capaces de tocar “Bouree”, de Johann Sebastian Bach, idéntico a como lo hacía Jethro Tull.
  Pero no hay que ser injustos. Algunos grupos comenzaron a componer sus propios temas. Con letras de enorme pobreza lingüística (¡y casi todas en inglés!) y música demasiado parecida a la de los grandes exponentes de la psicodelia de San Francisco y la costa oeste californiana o de Londres y Liverpool, pero al menos existía un empeño por dejar de fusilarse con descaro las canciones ajenas.

(Publicado originalmente en mi columna "Plumas de caballos" del sitio Juguete Rabioso)

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