Por Julio Patán
¿Recuerdan lo que significó vivir en los 90, particularmente para quien había decidido ganarse la vida en los medios impresos? Sobrevivían unos cuantos encartes culturales, pero los veteranos del gremio te veían con mirada triste, detrás de un vaso de whisky malón (el TLC no combinaba con las cubas), y decían que las cosas ya no eran como antes, cuando los suplementos, comandados por los figurones de la intelectualidad, tenían dinero. Los 80 le habían inyectado prestigio al “rock en tu idioma”, pero la industria editorial en torno a ese fenómeno simplemente no salía de la marginalidad y revistas de orden cultural con peso había dos, Nexos y Vuelta, insuficientes para la inagotable cargada de poetas impulsados por las becas estatales, como si -igual que pasa en Cuba con los médicos- hicieran falta tantos auteurs por cada cien mil habitantes.
Para acabarla de joder, Marcos había asomado las narices por las Cañadas. Esto, en términos de sobrevivencia periodística, significaba o alinearte con el utopismo indigenista o ver divididas entre dos tus posibilidades de publicar al menos una miserable reseña de a 100 pesos, por la guerra fría entre los medios. Pero lo más doloroso, en ese contexto, era tratar de ligar. Quienes teníamos veintitantos y no estábamos convencidos de que las comunidades indígenas contenían el secreto de la felicidad, vimos cómo al roquero local se sumaba otra galería de competidores sexuales inéditos, improbables, repelentes: antropólogos sexagenarios que sin embargo te podían llevar de la mano a conocer las comunidades, compañera; veteranos del análisis político con cara de “¿A poco pensaban que el capitalismo había triunfado?”, vascos que habían cambiado la heroína por la revolución (las adicciones no se dejan, se reemplazan)...
Evocaba esos años pesadillescos al releer Matar por Ángela, la adictiva, irreverente, precisa novela que Hugo García Michel vuelve a publicar con Lectorum. Porque a ese mundo pertenece Gazca, un periodista musical enamorado sin esperanza de una fotógrafa joven, un hombre capaz de, por amor, maquinar, irreprochablemente, incluso un asesinato y que nos recuerda a muchos la vida de entonces, tan sufridita. Maldito Hugo, qué talentos. Porque eso, “recordar” en serio su vida al lector, como él, es el arte dificilísimo de la sátira.
Decían los compañeros de mesa en la presentación, particularmente Ciro Gómez Leyva, que el libro tiene evidentes raíces autobiográficas. Ok. Pero que me explique por qué entonces Hugo, el maldito Hugo, además de todo vive rodeado de mujeres.
(Texto publicado por mi querido Julio Patán en su columna de cada martes en Milenio Diario).
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