Perdonarán ustedes en esta ocasión el título tan personal de mi columna, pero a lo largo de mi ya no tan corta vida he pertenecido a ese club que menciono y que es como una sucursal del Club de Corazones Solitarios del Sargento Pimienta. Experto en corazones rotos soy yo. O más bien de tener roto el corazón.
No vendrá a continuación una andanada de frases de auto conmiseración, no se asusten. No será una columna de quejas doloridas por lo mal que me haya podido ir en cuestiones sentimentales. Ya en otros tiempos tuve oportunidad de dolerme y arrastrarme en el fango del sufrimiento amoroso, ese que suele provocar, ¡ay!, la proliferación de entrañas rotas. Algo que por cierto se ha reflejado en la música, especialmente en la canción popular, desde los tiempos de los juglares y los trovadores medievales, si no es que desde que el Homo Sapiens sintió por primera vez las agujas punzantes del enamoramiento mal correspondido (para mayor información, remitirse al espléndido ensayo La llama doble de Octavio Paz).
Quienes escribimos canciones solemos ser especialmente vulnerables a las cuestiones que tienen que ver con el amor y, sobre todo, con el desamor. De las varias musas que he tenido a lo largo de los 47 años que llevo como compositor, a todas les he hecho muchas más canciones de dolor que de alegría amorosa. Feo balance. Pero como decía José Agustín: así es esto del Bardotodol.
Por supuesto que no soy el único. Tan sólo en el rock, desde Chuck Berry hasta Damien Rice y desde Lennon y McCartney hasta Noah Gunderson, pasando por un larguísimo etcétera, han escrito canciones para corazones rotos. No hablemos de otros géneros, como el blues, el bolero o hasta la llamada música culta (Mozart, Beethoven, Schumann, Chopin, Satie, entre otros, compusieron obras tristísimas y conmovedoras que tienen que ver con los broken hearts).
¿Y los millenials? ¿Cómo sobrellevan el dolor del alma? Mi experiencia con amigas veinteañeras me lleva a decir que no lo sobrellevan del todo bien. De hecho, algunas de las cantautoras actuales en español suenan en sus letras como si interpretaran azotadísimos boleros de los años cuarenta del siglo pasado. Escúchense si no las canciones de Natalia Lafourcade, Mon Laferte o la inefable (dije inefable, no inflable) Carla Morrison. Todas sufren el amor como plañideras.
De esta época milleniarista es también el término tan en boga de la friendzone, es decir, ese lugar semejante al limbo al que las personas envían a quienes sólo quieren “como amigos”.
Sobre ello escribí el siguiente, llamémoslo, poema, intitulado “Letanía de la friendzone”: “La torpeza me domina, no es mi fuerte ser galán / La impericia me tropieza, no es lo mío ser patán. / No soy buen conquistador, no consigo seducirte, / invariable situación: me mandas a la friendzone. / Veo a cada esperpento que te cautiva a la primera. / Me pregunto asombrado: ¿qué es lo que hace que cualquiera, el más mediocre, el más actuario, el más zafio y ordinario, / te encandile con fervor, mientras yo estoy en la friendzone? / “Yo te admiro, eres mejor, mejor que todos y te quiero, / pero te quiero como amigo”, me lo dices y yo muero. / “¿Un beso, una caricia, nuestros cuerpos que se unen? / Eso nunca entre tú y yo, porque te tengo en la friendzone. / Eres un privilegiado, eres mi amigo y ellos no, / tenemos sexo pero efímero: lo que el viento se llevó. / En cambio tú siempre estarás cerca de mi alma y mi amistad, / pero sin erotismo, corazón: te quedas en la friendzone”. / Y así pasa cada día, sin que cambie la letanía. / Los galancetes se llevan todo y yo sigo en la agonía. / La deseo y se lo digo: “¡me enamoras, por ti deliro!”. / Pero ella es firme en su decisión y me mete en la friendzone / y me hunde en la friendzone / y me condena a la friendzone. / ¡Vaya mierda, vaya son!”.
(Publicado este mes en la revista Marvin No. 148)
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