miércoles, 8 de febrero de 2017

Eusebio


A la memoria de mi grande y entrañable amigo Eusebio Ruvalcaba, fallecido el día de ayer por la noche.

Lo conocí a mediados de los años noventa, cuando ambos éramos colaboradores en la sección cultural del diario El Financiero, sección que dirigía Víctor Roura. Claro que ya sabía yo de él e incluso había leído su novela Un hilito de sangre.
  Al conocernos, resultó que ambos vivíamos en la misma calle tlalpeña de nombre fatalista: Once Mártires, yo en el extremo sur de la misma, a una cuadra de Insurgentes, y él en el extremo norte, a media cuadra de la avenida San Fernando. Nos hicimos buenos amigos, aunque la amistad se volvió más fuerte cuando lo invité a colaborar en las páginas de la revista que yo dirigía, La Mosca en la Pared (en la que por muchos años escribiría su columna “Un hilito de sangre”, una de las favoritas de los lectores por sus magníficas y crudas narraciones).
  En 1997, le pregunté, con timidez y hasta un poco de pudor, si podría echarle un ojo al borrador de mi novela Matar por Ángela. Generoso como siempre fue conmigo, aceptó de inmediato y se la entregué. Tardó tres meses en llamarme (francamente, yo pensaba que no la había leído) y me citó en un café cercano al parque de La Bombilla, en San Ángel. Allá acudí al día siguiente, a las cinco de la tarde, y cuando llegué ya estaba él ahí, acompañado de una mujer muy guapa. Me la presentó. Se llamaba Margarita Cerviño. Él me explicó que había tardado tanto en buscarme porque luego de leerla, quiso tener una segunda opinión y le pasó el manuscrito engargolado a Margarita, escritora también. Yo esperaba un juicio sumario, pero resultó todo lo contrario. La novela les había gustado mucho y él tuvo incluso la gentileza de decirme que ya se la había recomendado al escritor y editor Sandro Cohen, para que yo fuera a verlo.
  No referiré los avatares que siguieron con el libro, hasta que finalmente fue publicado en 1998 por la editorial Sansores y Aljure.
  A partir de ahí, la amistad con Eusebio Ruvalcaba se hizo mucho más cercana (también con Margarita Cerviño, quien se integró a las páginas de La Mosca con una columna muy leída también). Conocí a Coral, su esposa, y a sus hijos pequeños.
  Eusebio y yo solíamos vernos para desayunar. Muchas veces en San Ángel y más recientemente en Plaza Cuicuilco. Hablábamos de muchas cosas, incluso de nuestros dilemas amorosos, ya que compartíamos la pasión por las mujeres y los amores difíciles. Él conoció muchos de mis secretos sentimentales y yo conocí algunos de los suyos. No éramos en cambio compañeros de bohemia, quizá porque bebo muy poco y nunca me dio por los ambientes bukowskianos.
  Aunque es mayormente identificado como un gran escritor de novelas, cuentos y poemas, mi relación con Eusebio tuvo mucho que ver con la música. Hijo del virtuoso violinista jalisciense Higinio Ruvalcaba, el escritor fue un amante de la llamada música culta y profesaba un amor muy especial por la obra de Johannes Brahms. Libros suyos sobre Mozart y Beethoven son tan buenos y recomendables como sus libros de relatos.
  Luego de La Mosca, Eusebio aceptó mi invitación a sumarse al proyecto de “Acordes y desacordes”, el sitio de música de la revista Nexos, donde colaboró con su columna “Alusiones musicales”. Su última entrega (“El alma de Paganini”) apareció el 19 de diciembre pasado.
  A principios de enero, me enteré de que a Eusebio le había sobrevenido un hematoma cerebral. Traté de averiguar cómo estaba, pero no hubo quien pudiera informarme bien. Hace dos semanas, hablé con Coral y me dijo que el escritor estaba en el hospital, al parecer estable, pero la noté apresurada y no quise molestar más.
  Apenas anoche me llegó la noticia de su muerte. Desconozco los detalles y quizá prefiera no saberlos. Eusebio y yo nos habíamos visto por última vez, para desayunar, en el Sanborns de Plaza Cuicuilco, el jueves 18 de febrero de 2016, hace casi un año.
  Él llevaba un ejemplar de la nueva edición de Matar por Ángela que le había pasado mi editor de Lectorum (y suyo también), Porfirio Romo, y se la dediqué con gran gusto. Yo llevaba un ejemplar de su libro de 2008, Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilito de sangre, que de hecho está dedicado a mí en una página impresa, la 7 (“Para Hugo García Michel, por su paciencia como amigo y como editor”) y ese día le agregó una dedicatoria escrita (“Con un fuerte abrazo para mi querido Hugo García Michel, con quien comparto el amor por la belleza. Suyo, Eusebio Ruvalcaba”). Además me obsequió un libro muy hermoso, también de su autoría y editado en 2015: Pensemos en Beethoven. Con su dedicatoria a pluma también: “Bajo el relámpago Beethoven, para Hugo García Michel que sabe de relámpagos”. Me contó que se había separado y que vivía solo, en un pequeño cuarto sin cocina, no muy lejos de ahí. Me platicó de una joven mujer con la que salía y sobre la diabetes que padecía desde tiempo atrás, me comentó que estaba controlada (aunque se supone que por la enfermedad no podía beber, también me dijo que le gustaba ir los lunes –¿o los miércoles?– por la tarde al bar de aquel mismo Sanborns, porque los whiskies estaban al dos por uno). Salimos caminando hasta San Fernando y nos despedimos con un fuerte y afectuoso abrazo, prometiendo que pronto nos volveríamos a ver. No fue así. Si bien nos escribimos y hablamos por teléfono, para ultimar detalles sobre su columna de Nexos, no hubo ocasión de reunirnos de nuevo.
  Ya será en otro lado, mi querido Eusebio, allá a donde te fuiste. Aunque no corre prisa, podemos esperar varios años todavía.
  Pinche Chebo, amigo querido, no te hubieras ido.

(Texto publicado el día de hoy en "Acordes y desacordes", el sitio de música de la revista Nexos)

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