Ilustración: Óscar Castro. |
Cuesta trabajo. Cuesta dolor. Cuesta tristeza que vaya cayendo el veinte.
Aunque ya sabía del hematoma cerebral que cuatro semanas antes lo había llevado al quirófano, las noticias sobre su salud post operatoria eran escasas. Finalmente, en la noche del pasado martes 7 de febrero, la mala nueva comenzó a correr por las redes sociales: Eusebio Ruvalcaba acababa de morir.
La desaparición de un ser querido siempre será golpeante y un amigo entrañable es un ser querido. Conocí a Eusebio a mediados de los años noventa, cuando ambos compartíamos páginas como colaboradores de la sección cultural de El Financiero que dirigía Víctor Roura. Desde un principio fue cordial y amable conmigo y al descubrir que vivíamos en la misma calle (de peculiar nombre: Once Mártires), en el antiguo pueblo de Tlalpan, fue fácil empezar a encontrarnos para charlar e intercambiar vivencias. Así fue que llegó a invitarme a su casa, donde conocí a su esposa Coral y a sus dos hijos pequeños: León y Érica. Fue por entonces también que lo invité a colaborar en la revista que yo dirigía, La Mosca en la Pared, en la que inició una columna que con el tiempo se convertiría en una de las favoritas de los lectores: “Un hilito de sangre”, título homónimo de su más conocida obra narrativa.
Nuestra amistad habría de consolidarse cuando escribí mi primera novela, Matar por Ángela, a finales de 1997. Meses antes la había metido a un concurso de Editorial Planeta, pero no obtuvo el premio y como según yo no era tan mala, se me ocurrió pedirle a Eusebio que la leyera. Pensé que me pondría mil pretextos para no verse obligado a padecer semejante suplicio, pero aceptó encantado y le entregué el manuscrito impreso. Pasaron uno, dos y tres meses. Pensé que no lo habría leído y cuando ya me había resignado, me llamó para citarme en un cafecito cercano al parque de La Bombilla, en San Ángel.
Allá acudí, a las cinco de la tarde en punto del día siguiente, y cuando llegué ya estaba él ahí, acompañado de una mujer muy guapa. Me la presentó. Se llamaba Margarita Cerviño. Eusebio me explicó que había tardado tanto en buscarme porque luego de leer mi escrito quiso tener una segunda opinión y se lo pasó a Margarita, escritora también. Yo esperaba un juicio sumario, pero resultó todo lo contrario. La novela les había gustado mucho y él tuvo incluso la gentileza de decirme que ya se la había recomendado al escritor y editor Sandro Cohen, para que yo fuera a verlo.
No referiré los avatares que siguieron con el libro, hasta que finalmente fue publicado en 1998 por la editorial Sansores y Aljure.
A partir de entonces, la relación con Ruvalcaba se volvió más cercana y comenzamos a vernos para desayunar más o menos una vez al mes. Durante muchos años, siempre nos vimos por la mañana. A pesar de la fama de bohemio y bebedor que por entonces él ya tenía, jamás nos tomamos una copa juntos. Sé que suena extraño tratándose de Eusebio, pero así fue. Siempre que nos vimos lo único que bebimos fue algún jugo de fruta... sin alcohol.
En esos desayunos, primero en el Sanborns de San Ángel y más recientemente en el de Plaza Cuicuilco, hablábamos de muchas cosas, incluso de nuestras cuitas amorosas (que las sufríamos ambos), ya que compartíamos la pasión por las mujeres y los amores difíciles. Él conoció muchos de mis secretos sentimentales y yo conocí algunos de los suyos, mientras nos comíamos unos huevos con tocino o unos chilaquiles con café aguado.
En realidad, la única vez que recuerdo haberlo visto de noche fue cuando me invitó a tocar, con mi grupo de blues Los Pechos Privilegiados, al Foro Alicia, a la presentación de un libro suyo que le había editado Carlos Martínez Rentería de la revista Generación. El acto se retrasó más de una hora, porque Eusebio y Carlos se fueron a una cantina cercana “para hacer tiempo”, mientras tocaba un horrendo grupo de surf impuesto por el Alicia. Cuando regresaron, venían hasta las manitas y sus intervenciones en la mesa fueron balbuceantes y entrecortadas, aunque muy divertidas. Al terminar y cuando mi grupo se disponía a subir al escenario, Eusebio se me acercó para decirme en evidente estado bukowskiano: “Perdóname, manito, pero mira cómo estoy; yo quería verte tocar, pero creo que mejor me voy a mi casa”. Se fue y tocamos con el foro casi vacío, ante unas 40 personas.
Aunque es mayormente identificado como un gran escritor de novelas, cuentos y poemas, mi relación con Eusebio tuvo mucho que ver con la música. Hijo del virtuoso violinista jalisciense Higinio Ruvalcaba y de la pianista Carmen Castillo Betancourt, el escritor nacido en Guadalajara en 1951 fue un amante de la llamada música culta, en especial de la obra de Johannes Brahms. Sus libros sobre Mozart y Beethoven son tan recomendables como los de narrativa.
Después de La Mosca, Eusebio aceptó mi invitación para sumarse, en 2016, al proyecto “Acordes y desacordes”, el sitio de música de la revista Nexos, donde colaboraba con su columna “Alusiones musicales”.
A principios de enero pasado, me enteré de lo del hematoma cerebral y el martes 7 de febrero por la noche supe que había fallecido, luego de un mes de permanecer entre la vida y la muerte.
Nos habíamos visto por última vez, para desayunar, en el Sanborns de Cuicuilco, el 18 de febrero de 2016, hace casi un año. Él llevaba un ejemplar de la nueva edición de Matar por Ángela que le dediqué con gusto y yo llevaba un ejemplar de su libro de 2008, Una mosca devastada y deprimida sobreviviendo en un hilito de sangre, que tuvo a bien dedicarme en una página impresa, la 7 (“Para Hugo García Michel, por su paciencia como amigo y como editor”). Esa mañana le agregó una dedicatoria escrita (“Con un fuerte abrazo para mi querido Hugo García Michel, con quien comparto el amor por la belleza. Suyo, Eusebio Ruvalcaba”).
Me contó que se había separado y que vivía solo, en un pequeño cuarto sin cocina, no muy lejos de ahí. Sobre la diabetes que padecía de tiempo atrás, me comentó que estaba controlada (y aunque se supone que por la enfermedad no podía beber, también me dijo que le gustaba ir los miércoles por la tarde al bar de aquel mismo restaurante, porque los whiskies estaban al dos por uno). Caminamos hasta San Fernando y nos despedimos con un fuerte y afectuoso abrazo, prometiendo que pronto nos veríamos. No fue así, no hubo ocasión de reunirnos de nuevo.
(Publicado hoy en "El Ángel exterminador" de Milenio Diario)
1 comentario:
Solo una aclaración estimado Hugo, el libro que ocasionó aquella presentación en el Alicia, se llama: El frágil latido del corazón de un hombre , editado por Editorial de Nula. A mí toco la suerte de acompañarlos a comer , a ti y a los Pechos, y después llevarlos al foro . Yo estaba dentro de esas 40 personas , y más allá de la obligación de quedarme , disfrute en serio su música . "voy llegando a casa" Abrazo.
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