Qué difícil tomar una posición clara y definida ante el conflicto en Cataluña (o Catalunya).
Si se miran las cosas de golpe y sin matices, todo indicaría que uno debe estar en favor de los independentistas catalanes. Y cómo no, si luchan por la independencia, organizan una votación, hay grandes y entusiastas marchas, pelean contra el centralismo y hasta cuentan con la simpatía de Gerard Piqué y Pep Guardiola. Y si además le vas al Barça, ¡hombre!
Del otro lado, están tipos y organizaciones impresentables como Mariano Rajoy, el Partido Popular, la Guardia Civil, el franquismo solapado y el centralismo a ultranza, a lo que se añaden la salvaje, torpe y absurda represión del 1 de octubre, la frase lapidaria de Rajoy (“Hemos hecho lo que teníamos que hacer”) y el limitado discurso del Rey Felipe VI, en el que no hubo llamado al diálogo o la menor simpatía por los heridos.
Con todo, hay cosas que brincan. Como el necio empeño ultranacionalista del presidente Carles Puigdemont y los suyos (en una época en la cual los nacionalismos suenan a algo rancio y retardatario, como el nacionalismo revolucionario al que algunos políticos mexicanos pretenden regresar) y, sobre todo, el hecho de que el movimiento independentista cuente con el apoyo del actual régimen venezolano, los separatistas escoceses y los servicios secretos rusos (esos mismos que ayudaron a la elección de Donald Trump), mientras que la Unión Europea lo rechaza. Eso da qué pensar.
Creo que la clave del affaire Cataluña (o Catalunya) se resume en esa palabra problemática y anquilosada mencionada líneas atrás: nacionalismo. Por un lado, el nacionalismo franquista de Rajoy y el PP y, por el otro, el alucinado nacionalismo de Puigdemont y los suyos (que cuenta con el apoyo, si acaso, de la mitad de los catalanes).
Demasiadas aristas, demasiada complicación para tomar partido desde la distancia. Como en todo, el diálogo parece ser la mejor salida. El diálogo y el cumplimiento de la ley.
(Mi columna "Cámara húngara" del sábado pasado en Milenio Diario)
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