lunes, 30 de octubre de 2017

El reposet

De niño, solía ir muy seguido a la casa de mi abuelita Lupe, madre de mi papá (la hoy todavía llamada Quinta Guadalupe), y a la casa de mi tía Beatriz, hermana de mi mamá. Ambas casas estaban a escasa cuadra y media una de la otra. La primera, en la esquina de Coapa y Tesoreros. La segunda, en la calle Cuauhtémoc, a media cuadra de Tesoreros. Las dos en la colonia Toriello Guerra, en Tlalpan.
  Ambas eran muy grandes y con enormes jardines, pero ir a cada una tenía sus particularidades, mismas que detallaré en alguna otra ocasión. Baste con decir que la primera era una casona muy García y la segunda una residencia muy Michel. En esta última, vivían mi tía Beatriz y su esposo, don Pedro Espinosa (quien con sus hermanos Felipe y Mario tenía una farmacia en el centro de Tlalpan, en la esquina de Galeana y Congreso), junto con sus tres hijos: mis primos Dora, Javier y Arturo, en orden cronológico. Arturo era el más cercano a mi edad, pues me llevaba (me sigue llevando) un año y medio.
  El la sala de la casa, tenían un novedoso -para esas épocas, mediados de los años sesenta- sillón reposet que era lo máximo en comodidad, ya que se podía reclinar hacia atrás hasta quedar en posición horizontal. Era lo más confortable del mundo (en la foto, es el mueble en el que está sentada mi prima Dora) y a mis diez u once años, me encantaba sentarme y reclinarme en él. Sólo que a mis tíos y mis primos no les agradaba mucho la idea de que lo hiciera. Olvídense de que llegara yo y me sentara en él así como así. Era menester pedir permiso, ya sea a mi tía o a mis primos. Normalmente accedían, pero lo hacían de una manera forzada y sin que les agradara en absoluto la idea. No sé por qué, pero les chocaba que yo me sentara en el famoso reposet. Sin embargo, una vez que me subía a él y lo echaba para atrás, me olvidaba del mundo y de las caras de desagrado de mis parientes. Realmente lo disfrutaba, aun cuando fuese por algunos minutos; porque no podía estar en él durante mucho tiempo pues, me decían, mi tío Pedro se podía enojar (aunque éste se encontrara atendiendo la farmacia en esos momentos, a muchas cuadras de distancia).
  Por cierto que no sólo con aquel mueble sucedía aquello. También les caía en el hígado que les pidiera algún tomo de El tesoro de la juventud, colección que guardaban en un librerito con puerta de cristal y siempre cerrado con llave. Me podía pasar las horas leyendo aquella maravilla que ellos jamás abrían. Pero que se los pidiera les causaba escozor. Ni modo. Yo los leía con igual gusto y por un rato mucho más largo del que podía estar en el reposet.

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