jueves, 24 de diciembre de 2015

Santa Claus: un gordo bajo sospecha

Yo, con un émulo de Santa Claus, en 1955.
Dos razones poderosas hicieron que en fechas recientes decidiera ponerme a dieta. No fue, como algunos amigos piensan, por cuestiones sentimentales o para gustarle a cierta mujercita que de un buen tiempo atrás me mueve el tapete. Los hechos fueron mucho más prosaicos. Primero, cuando mi prima Marcela le habló de mí a su pequeña hija Arantxa, quien no me recordaba, definiéndome de la siguiente manera: “Acuérdate, es tu tío el gordito”. La otra, cuando hace poco más de un mes alguien me dijo entre broma y en serio: “¡Ése mi Santa Clos!”. La referencia me pareció nefasta y desde entonces he bajado cuatro kilos.
  La verdad sea dicha, nunca he simpatizado con el viejo obeso y abotagado de largas barbas blancas que se viste de rojo, vive en el Polo Norte, conduce un trineo jalado por renos y se ríe con un sangrón jo jo jo. No es que yo pertenezca al bando de los Reyes Magos, quienes me resultan bastante anodinos y además siempre me traían muy poquitas cosas. La verdad es que como buen hijo de familia mexicana tradicionalista y muy católica, quien me llevaba juguetes y ropa la noche del 24 de diciembre era el Niño Dios, no el gordo colorado a quien los cursis y los publicistas (o los cursis publicistas) llaman (¡horror!) Santa.
  Al igual que el Halloween, la de Santa Claus es una tradición impuesta que se mezcla de la manera más promiscua con nuestras viejas celebraciones, como el Día de muertos y las fiestas navideñas. El hecho resulta inevitable e irreversible, aunque lo queramos catalogar como parte de la maquiavélica penetración cultural perpetrada por el imperialismo norteamericano, etcétera. Alguna vez me opuse por razones ideológicas al rollo del trick or treat y a que los alumnos de jardín de niños se disfrazaran de brujas y dráculas y le dijeran misses a las maestras. Hoy francamente me da lo mismo. En cuanto a Santa Claus, mi desagrado no es por causas políticas, sino simple y llanamente porque el gordo me cae idem.
  Cuenta la leyenda que San Nicolás era un humilde y dadivoso sacerdote escandinavo, quien cada Navidad ayudaba a la gente más pobre con comida y regalos. El noble hombre cargaba las cosas en un saco que se echaba a la espalda y así iba visitando los diferentes villorrios a pesar del intenso frío nórdico. Gracias a su bondad, cuando ya era un anciano fue nombrado obispo y tras su muerte, la Iglesia católica lo proclamó santo. Esa es toda la historia. La fabricación del personaje vino después.
  En holandés, San Nicolás es Sinterklaas, apelativo que derivó en el inglés Santa Claus. En Francia lo bautizaron como Pére Noel (Papá Navidad) y en español se tradujo a Papá Noel, nombre con el cual aún se le conoce en algunos países hispanoamericanos como Colombia. Sin embargo, su apariencia nada tenía que ver con el regordete tipo vestido de rojo y blanco. De hecho, el original San Nicolás ni siquiera era robusto. Quién sabe cómo se le ocurrió, pero Haddon Sundblom, un dibujante norteamericano que trabajaba para la Coca Cola (un “creativo” le dirían hoy día), inventó al panzón colorado de largas y albas barbas para una campaña publicitaria de la misma poderosa compañía refresquera en la cual hiciera sus pininos nuestro señor presidente Fox. Hay quienes dicen que Sundblom se basó en la descripción que de Papá Noel hizo el escritor Clement C. Moore en su poema “Una visita de San Nicolás”. A lo mejor sí, a lo mejor no, aunque lo más seguro es que quién sabe. Lo que importa es que a partir de ahí, la Coca Cola (¿recuerda usted cuando los ultras de nuestra ínclita izquierda llamaban a tal bebida “las aguas negras del imperialismo yanqui”, aun cuando no dejaban de usarla para preparar sus cubas libres con ron Habana Club?) comenzó a difundir la imagen hechiza del tal Claus y a fuerza de repetirla de una y mil maneras y por mil y un medios, terminó por incrustarla en el inconsciente colectivo hasta convertirla en figura mundial. Desde entonces, los niños de buena parte del planeta le mandan cartas al gordinflas cada diciembre, para pedirle toda clase de juguetes que sus progenitores (los de los niños, no los del barrigón) pagamos sin remedio alguno.
  Ver a muchos paisanos nuestros disfrazados de santacloses cada fin de año es de pena ajena. Ciertamente se trata de una manera de paliar el desempleo, pero los pobres no sólo se ahogan de calor debajo de esos gruesos trajes rojos y esas barbas y pelucas postizas, sino que tienen que soportar a infinidad de escuincles malévolos y caprichosos, quienes se les sientan en las rodillas para exigirles cosas que los desdichados tipos jamás podrán llevar a sus propios hijos. Uf, ya me estoy poniendo demasiado dickensiano y políticamente correcto y eso sí que me da escozor (si me sigo, al rato voy a comparar a Santa Claus con el Tío Sam y luego a ver quién me para). Mejor terminemos este breve artículo con un fragmento del diálogo entre Pánfilo, una de las ardillitas de Lalo Guerrero, y uno de sus hermanitos:

  Panfilo (cantando): Yo voy a pedirle este año al Santo Clos que me traiga una novia y si puede traiga dos.
  Hermanito: ¡Pánfilo! Tú todo el tiempo con tus groserías. No sé qué voy a hacer contigo. Estoy seguro que Santa Claus no te va a traer nada.
  Pánfilo: Al cabo que yo no soy cliente de ese señor.

  Feliz Navidad.

(Publicado en diciembre de 2003 en la sección "El ángel exterminador" de Milenio Diario)

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