A fin de celebrar que les haya sido otorgado su primer “Galardón a los Grandes” de Siempre en domingo, el grupo La Maldita Vecindad y los hijos del Quinto Patio realizó un concierto masivo en un casi repleto Auditorio Nacional (chin, creo que he iniciado esta seudo crónica de manera insidiosa y me prometí tratar de ser objetivo y desprejuiciado al elaborarla).
Ser objetivo y desprejuiciado, esa era la consigna que me impuse al salir de mi casa el pasado domingo por la tarde. Asistí al Auditorio acompañado por mi hijo de diez años, fan declarado de La Maldita y cuya compañía me podría servir como una especie de moderador que atemperara mi escasa fascinación por el hoy afamado conjunto. Me prometí olvidar a esos venenosos que han bautizado a la banda como La Maldita Ambigüedad y los hijos de Raúl Velasco, todo en aras de la objetividad periodística y demás lemas que nadie practica pero que suenan muy bonito. Mas la realidad es canija y ya al bajar del vagón en la estación Auditorio del Metro, mis mentados prejuicios comenzaron a cobrar fundamento.
Era un mar de gente joven la que salía de la mencionada estación, un público que encaminaba sus pasos hacia el imponente recinto donde se llevaría acabo el concierto, un público que me hizo pensar que me había equivocado de fecha y que los que se iban a presentar ese 13 de diciembre eran los Bukis o los Temerarios. Pero no: tantos chavos y chavas ataviados de negro, con ese look posmo inconfundible, no podían ser sino seguidores de la M.V. Así pues, nos metimos al Auditorio.
En el balcón de ¿prensa?
Gracias a mi gafete de prensa, nos tocó sentarnos en un muy buen lugar entre (supuse) puros reporteros de diarios, revistas, radio y televisión. Sin embargo y a pesar de que todos lucían su rectangulito anaranjado sobre el pecho (un pinche pegote que no se quita con nada y que desgració más de una chamarra de piel), durante la tocada no vi sino a tres individuos que tomaban notas: una joven de no malos bigotes, Óscar Sarquiz (para alumbrarse usa una lamparita diminuta muy mona) y quien esto escribe. De ahí en fuera, los “periodistas” se la pasaron brincoteando, aullando y pidiendo complacencias de canciones. Ya puedo imaginar sus supuestas crónicas: “Fue un concierto padrísimo, inolvidable, súper, excelente”, etcétera.
De hecho, estos periodistas (¿ya para qué los entrecomillo?) me obligaron a ver de pie todo el larguísimo concierto. Apenas salió a escena La Maldita, se pararon rugiendo y no volvieron a sentarse. Así que, en aras del profesionalismo, me soplé más de dos horas sin poder sentarme.
Y aún hay más
Desde bastante antes de que empezara el concierto, la gente se divertía sanamente en las tribunas. ¿Cómo? ¿Cómo que cómo? ¡Pues haciendo la ola, claro está! Y cuando el grupo salió a escena un agudo griterío ensordecedor lo cubrió todo. Igualito al que producen las admiradoras de Menudo o Magneto. Cientos de tripitas luminosas se agitaban entre la masa y al primer salto de Roco (creo que así le dicen al cantante) los gritos volvieron, como si de Ricky Martin se tratara.
Terminó la primera pieza y Roco dedicó el concierto: “A la paz, la imaginación, a Daniel Santos y Rigoberta Menchú (but of course)”. La gente ovacionó, pero igual hubiese podido dedicarlo a Mijares y a George Bush, también lo habrían aplaudido a rabiar. Vinieron diez canciones en cascada, con un sonido tan estruendoso como emplastado. No pude saber si eran diez piezas diferentes o la misma tocada una decena de veces. Era tal el apelmazamiento sonoro que a la hora de las presentaciones de rigor de cada ejecutante, sus “solos” no se distinguían en absoluto. De hecho, puede afirmarse que si con U2 el Palacio de los Deportes sonaba como el Auditorio Nacional, La Maldita logró precisamente lo contrario. Pero el público no estaba para tamañas nimiedades y lo aplaudía todo sin chistar, incluso una horrorosa versión de “Esta tarde vi llover” de Armando Manzanero. Vomitiva.
Entre canción y canción, Roco Martin hacía comentarios que rompían el ritmo y la continuidad del concierto. Se trataba de mensajes mesiánicos contra la guerra, el racismo, ¡los supermercados!, las diferencias de clase (por supuesto, en la parte baja del Auditorio había exclusivamente fans pudientes y hasta gayola la pura raza), y la televisión, a la que llamó (¡oh, diosa de los lugares comunes!) “la caja idiota”. ¿Guat? ¿Así que desprecian a la tele? ¿Entonces quiénes son esos músicos idénticos a ellos que ostentan el mismo nombre y se presentan tranquilamente en “Siempre en domingo”, “Ándale”, “Y Vero América va”, “El sabor de la noche” y otros programas del Canal de las Estrellas? ¿Se trata de replicantes o qué onda? Urge una aclaración, porque yo hubiera jurado que estos son los mismos que el sábado por la noche aparecieron en cadena nacional con Raúl Velasco, desde el salón Premiere, y recibieron su trofeo “Galardón a los Grandes”, junto a Yuri, Thalía, Maná, Garibaldi y otras glorias nacionales. Y Raulín los presentó como La Maldita Vecindad. Qué raro.
Un Zoo TV del subdesarrollo
El escenario era originalísimo, con tres pantallas gigantes que presentaban imágenes del grupo en escena o fotografías fijas de la más diversa variedad. “Igualito a U2, oye”, comentó un periodista dos filas adelante. Sí, nada más les faltó colgar del techo dos combis peseras o de perdis un minitaxi.
La segunda parte de la presentación resultó mejorcita. El sonido fue un poco más claro y definido, tocaron sus éxitos y la gente se puso todavía más “prendida”. como dicen los estrellitos roqueros de Televisa. Eso sí, a la menor provocación Roco gritaba vivas a “México libre”, whatever it means. Por momentos, estuve seguro de que gritaría también loas al programa Solidaridad del presidente Salinas o algún muy cristiano “Viva la familia”. Por su parte, la gente respondía con el clásico “¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!” y no era para tanto: después de todo, ese mediodía la selección nacional apenas había sacado un empate ratonero con su similar de Honduras.
A lo largo del concierto, La Maldita tocó de todo: mambo, danzón, batucada, balada y hasta rumba flamenca, al mejor estilo de Pedrito Rico ("¡Un borriquito como tú / que no sabe ni la u!”). Lo único que jamás interpretaron fue rock. Ni hablar. Por supuesto, hubo un encore: la pieza más solicitada, anhelada, exigida por ese público educado por la radio y la televisión: “Kumbala”.
Con esta melodía, la gente alzó los bracitos y empezó a balancearlos románticamente, moviendo sus tripitas luminosas o prendiendo y apagando sus encendedores compulsivos. Todo tan tierno como cuando Lucero canta “Electricidad” o Luis Miguel alguno de sus boleros, lo que demuestra el indudable poder de penetración de Radio Joya, 97.7 o Yo Ciento Dos (para no hablar del Canal 2). Sólo faltó Gloria Calzada para despedir la transmisión.
Y al final, uno se pregunta: ¿qué sería de La Maldita Vecindad sin Raúl, sin Paco, sin la Vero? Un consejo, muchachos: mejor no le den patadas al pesebre que esos lujos sólo puede permitírselos alguien como Gloria Trevi.
Nota al calce: en descargo de mis opiniones, debo decir que mi hijo gozo el concierto de cabo a rabo y salió feliz de la vida. Lo que es el abismo generacional, lo que es la inocencia.
(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 17 de diciembre de 1992)
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